Hay una frase de Marina Tsvietáieva que ya la he citado en al menos tres o cuatro artículos. Son pocos. Hay que repetirla de nuevo: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde; que no importa de qué se nutra, ni qué busque resucitar, el arte es por sí mismo avance. Que en el arte no hay retorno, que es movimiento continuo, es decir, irreversible”.
¿Cómo puede ser que un texto escrito en otra lengua, en otra época, en otro lugar, sea actual, aquí, para nosotros? Una primera respuesta es lo que podemos llamar “tentación esencialista”: los grandes textos perduran por siempre. Esta idea –que defienden autores como Harold Bloom o Steiner– es, además de conservadora, errónea. Es cierto que existen grandes textos, pequeños textos, textos mediocres. Pero siempre es el horizonte de la época el que otorga el sentido al texto, el que “decide” si lo vuelve grande o pequeño. El horizonte de la época es siempre el ahora, el presente. La tentación esencialista reposa en el mito de la sustancialidad de los textos, en que los textos cargan con un sentido que no se modifica con el tiempo. A diferencia de la mermelada, los grandes textos vendrían sin fecha de vencimiento (entre la mermelada y la literatura hay una continuidad que todavía no ha sido del todo estudiada). Pero, sobre todo, la tentación esencialista reposa en el mito del futuro. En la inteligencia del lector del futuro. En la apuesta de que lo que no se entiende en el presente en el futuro se entenderá. Como es evidente, en su tiempo no se entendió Finnegans Wake o a Raymond Roussel, y hoy son casi lugares comunes, lecturas “superadas”. ¿Por qué pensar que el lector del futuro va a ser más inteligente, culto, sensible, que el lector actual? Si los textos radicales de una época con el tiempo se vuelven triviales, es precisamente porque la lectura de ese lector del futuro se volvió trivial. Ni el pasado añorado, ni el futuro deseado. El presente es el único horizonte para la literatura y, por lo tanto, para la traducción.
Por supuesto que también hay políticas de la traducción. La ejercen las editoriales, el Estado, los traductores, los medios, la universidad. Cada una de esas instituciones marca su impronta, efectúa una potencia, y no sería demasiado difícil rastrear sus estrategias, sus conflictos, sus intereses. Porque si existe política de la traducción, eso implica que la traducción tiene un componente político. ¿Qué política se desprende de la traducción? ¿Qué política hacia la lengua, el idioma, el presente? Siempre pensé que la literatura, cuando es radical, politiza zonas del discurso que aparecen como apolíticas o políticamente neutras. Una traducción es ante todo una opinión sobre el estado del presente.