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hipocresía

El discreto encanto de la insolencia

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Máscara | Anonymous | Unsplash | Mateusz Sobocinski __sobota__

“Este país transformó la hipocresía en una forma superior de arte”, dice un amigo radicado desde hace años en París, a cuento de las imputaciones de xenofobia que le cayeron a Enzo Fernández, cuando dos rugbiers franceses eran detenidos tras una denuncia por violación en Argentina. Por supuesto, la marca de la careta es un clásico francés desde hace siglos: se ajustó perfecto a los Luises, con sus reinos de perfume y guillotina, y emerge en decenas de episodios que pasaron a la historia, como la disputa soterrada entre los funcionarios de Luis XIV, Jean Baptiste Colbert y Nicolas Fouquet. Elevada al orden de las bellas artes, tiene muchísimos ejemplos ilustres, como el de Sacha Guitry, quien entendió que podía ingresarla al panteón de lo sublime como un sello registrado en sus obras. Como herramienta social y política, sigue confirmándose vigente en episodios de todo color, como los deportistas de los juegos olímpicos quejándose por los malos tratos dispensados bajo capas de amabilidad. Pero la de antes no es la de ahora. 

Lo que pasó con Enzo me cayó tan mal como las réplicas que ofrecimos, así que decidí solazarme buscando sentir algo parecido a lo que sentimos cuando un adversario cae en el oprobio. Concluí arbitrariamente en que no hay nada mejor que el cine para sacar trapitos franceses al sol rápidamente; además lo inventaron ellos. Pensé en Jean Gabin golpeteando los glúteos de sus empleadas en su eterno rol de petit patrón, en las pequeñas pajerías de los actores fetiche de la nouvelle vague… No se pueden contar las películas capaces de escandalizar a los descendientes de quienes las disfrutaron unas décadas atrás, cuando Estados Unidos y su puritanismo enquistado en lo que se llama corrección política no eran universales. Vamos a requisar dos.

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El ibis rojo (1975), de Jean-Pierre Mocky, con los gloriosos Michel –Serrault y Simon–, comedia amorfa, abundante en gags y personajes secundarios surrealistas. Cuenta la historia de un estrangulador de mujeres, interpretado por Serrault, quien, por obra y gracia del azar, deja de estrangular y se casa. En la última toma, se pasea con su señora e hijos; solo faltan las perdices. El padrastro (1981), de Bertrand Blier (director de varias películas hipercancelables, que incluyen escenas célebres, como la de Isabelle Hupert, con menos de 18, debutando sexualmente con un grupo de adultos), está protagonizada por un pianista treintañero, encarnado por Patrick Dewaere, poco antes de suicidarse en la vida real. Por increíble que parezca ahora, tiene un dulce romance con la hija de su difunta novia (muerta por un accidente que él podría haber evitado de ser menos torpe), a punto de cumplir los 15. Después de un puñado de encamadas filmadas sin escatimar nada de piel, decide abandonar a la adolescente para salir con alguien de su edad. Pero la mujer que elige tiene una hija chiquita a la que veremos, también en la última toma, espiándolo, con un esbozo de sonrisa, mientras tiene sexo con su mamá.

Aunque muchos artistas y pensadores contemporáneos, entre los que figuran los cineastas Quintin Dupieux o Yvan Attal, cuestionen la injerencia de las políticas indentitarias en el arte y la vida social, por lo general, aquello que resultaba material legítimo para la ficción popular se escondió bajo la alfombra. La cultura francesa da la impresión de avanzar como amnésica de aquello que supo ser, proyectando su propia incorrección hacia el exterior, y cancelando a muchos de los que persisten, adentro, en el uso artístico de lo que está mal (el historietista Bastien Vives es un caso elocuente en este sentido). La adhesión a las prácticas y al discurso woke hizo que, tanto en lo formal como en lo estético, la hipocresía francesa devenga norteamericana.

Pero, en una tierra capaz de glamorizar todo, hay otras malas artes para sustituir a la nueva hipocresía (que en vano mi amigo quiere seguir conectando a lo artístico), como la insolencia. Si se ejerce con encanto, es decir, a la francesa, es quizás la única forma de imperialismo que el país de las colonias puede seguir ejerciendo. Creería que algo así debe haber pensado la extraordinaria Arletty, cuando respondió a la acusación de haberse acostado con un oficial alemán durante la Ocupación, diciendo: “Mi corazón será francés, pero mi culo es internacional”.