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El dilema y la mentira

Un gobierno que llegó para decir la verdad miente con fanatismo como sus antecesores.

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Sorpresa desagradable, Toto Caputo. | Pablo Temes

Dos series coreanas, emitidas por Netflix, provocaron la reflexión que exponemos en esta columna. Se trata de La vorágine y El tranvía, vinculadas por la trama política, excluyente y avasalladora en la primera; puesta en un contexto más amplio, en la segunda. Ambas plantean cuestiones siniestras, si se acepta que la política, según la célebre sentencia de Max Weber, implica un pacto con el diablo, en tanto involucra el poder y la violencia. La vorágine exhibe más acabadamente esta premisa, mostrando una lucha despiadada por el poder, al modo de una tragedia clásica, donde la difamación y el asesinato se emplean como medios para alcanzar fines considerados válidos por los antagonistas. El personaje central, un justiciero sin escrúpulos, guiado por convicciones, condensa la opacidad moral de la política en una frase de la antología del maquiavelismo: “La mentira no se remedia con la verdad, sino con una mentira mayor”.

El tranvía, un drama que combina con sutileza política e intimidad, trata una cuestión conexa: la toma de decisiones en contextos dilemáticos. Una profesora de secundario les presenta a sus alumnos esta disyunción moral: el viejo vehículo –los chicos apenas lo conocen– se queda sin frenos dirigiéndose velozmente hacia un puente donde cinco operarios están trabajando; si sigue adelante los matará, pero le asiste otra posibilidad: cambiar a una vía secundaria, donde hay un solo operario, al que inevitablemente atropellará, causándole la muerte. ¿Qué debe hacer el maquinista? La respuesta mayoritaria de los adolescentes es racional: matar a uno es menos malo que matar a cinco. Sin embargo, un condiscípulo argumenta que el tranvía debe seguir su curso, porque era el destino que esos cinco murieran. Otro, en cambio, protesta, preguntado por qué debe elegir entre esas opciones.

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Este tipo de disyuntiva la describe con claridad Martín Farrell, maestro de la filosofía del derecho argentina: “Un agente moral –afirma– enfrenta un dilema cuando se encuentra en una situación en la que él dispone solo de dos alternativas y –elija cual elija– siempre quedará insatisfecho –o con algún remordimiento– a consecuencia de su elección”. Farrell ejemplifica con Agamenón, el personaje de Esquilo y Eurípides; con el capitán de un barco, de Aristóteles; y con el personaje de la novela La decisión de Sofía. En los tres casos, los protagonistas están ante el dilema de sacrificar la vida de un hijo para salvar el honor de la guerra (Agamenón), a un barco y sus tripulantes (el capitán aristotélico) o a otro hijo (Sofía). La alternativa que se les presenta no admite soluciones óptimas, como le ocurre al maquinista de El tranvía. Deben asumirlo, tal vez teniendo la convicción “de que no habían hecho la mejor cosa porque no existía la mejor cosa que pudiera ser hecha”, una cita del filósofo Bernard Williams extraída por Farrell.

Veamos ahora la cuestión de la verdad y la mentira que, junto con el dilema moral, son temas ineludibles para la política. La constituyen, forman parte de su circunstancia, distante del sentido común y de una noción unívoca de la ética. El realismo político, que es el marco teórico de las decisiones que toma el poder, considera que la política no debe adoptar la ética de la santidad. Un político no puede ser Francisco de Asís; su trabajo no consiste en ofrecer la otra mejilla ni en abstenerse de la mentira, si eso pusiera en riesgo el interés nacional. Esta actitud la reivindica Weber, negándose a que Alemania muestre unilateralmente documentos que la inculpen al terminar la Primera Guerra, al cabo de la cual sería desguazada y humillada por las potencias vencedoras, creando un antecedente que aprovecharía el nazismo.    

Analicemos con este marco el dilema cambiario que enfrenta el ministro de Economía, ante la evidencia de que el programa muestra utilidades decrecientes y sufre la presión del FMI y los mercados. Frente a estos hechos, el funcionario se aferra, como se ha visto en tantas ocasiones, a la decisión de no devaluar. Eso, a pesar de que el valor actual del dólar oficial empieza a dificultar la compra de reservas, retrasa las liquidaciones del sector agropecuario y hace perder competitividad a las exportaciones, entre otras dificultades. Devaluar despertará otra vez la alta inflación, que el Gobierno quiere bajar por encima de cualquier otro objetivo. El costo político sería muy alto, como lo indican los antecedentes. Pareciera que Caputo cree que el tranvía que maneja aún posee un freno eficiente (o, mejor, un ancla) y ningún operario saldrá lastimado.

Como en la tragedia griega, el ministro sigue los mandatos de un dios intransigente –el Presidente, en este caso– que le pone aún más presión: la inflación ya no convergerá con la devaluación fijada del dólar oficial, será directamente cero. Aquí entra en escena la mentira mayor del personaje de La vorágine. Forzando la realidad o apelando a una ilusión, que se sabe altamente improbable –son dos modos de mentir–, el Gobierno quiere demostrar que hay una tercera opción para el tranvía, que evite los daños: la afluencia copiosa de dólares (no se sabe de dónde), la recuperación súbita de la economía, el aguante del dios mercado. Fantasea que el vehículo está bajo control o que tendrá tiempo para arreglarlo antes de que, convertido en una bola de nieve cada vez más veloz y voluminosa, aplaste al que se le cruce.

El triunfo de Jano

En un país que por décadas ha fracasado en proveer bienestar y progreso, podría interpretarse que las políticas económicas fueron una sucesión de mentiras mayores desde que se recuperó la democracia. A la hiperinflación de Alfonsín le siguió la convertibilidad de Menem, una verdad para no más de tres años y una mentira después. Y a los precarios superávits gemelos de Kirchner le siguieron el enorme gasto público de Cristina y el atenuado, pero aún alto, de Macri y Fernández, hasta llegar a Massa, el insuperable exponente de la mentira mayor. Esta es la historia de la verdad sacrificada, no por el interés nacional que defendía Weber, sino para ganar la próxima elección, aunque después todo empeore.

Hemos escrito que este es un gobierno de paradojas. Consideremos una más: que, habiendo llegado para decir la verdad dolorosa e irreductible, diferenciándose de todos los precedentes, podría estar incurriendo en una mentira aún más grande, como sus antecesores.

Si decidió subirse al tranvía con convicciones fanáticas, como se subió al tanque fascinado por las ametralladoras, Milei debería asumir los costos sin atenuantes. O mata cinco, o mata uno, no tiene alternativa.