Larga resonancia tienen las asociaciones. La semana pasada conté cómo el recuerdo del título de un poema de Dylan Thomas me llevó a descifrar un equívoco que duró medio siglo: yo atribuía ese título a otro poema de Thomas, que no lo incluía. Lo que no sabía entonces era que la resolución de ese error desencadenaría una serie de recuerdos, de la que ahora le inflijo uno al sufrido lector.
Fui un chico dominado por el terror nocturno. En mi temprana infancia, vivíamos en un pequeño chalet del barrio de San Andrés, Partido de San Martín, provincia de Buenos Aires. La puerta de madera era maciza, y por motivos decorativos tenía incrustada, a una altura que excedía el alcance de mi cabeza, la cabeza de un león con las fauces abiertas. Como juego, yo trataba de colgarme de sus dientes, pero no alcanzaba. Encima del león había una mirilla rectangular que enmarcaba una placa de vidrio granulado de tonalidad rosada. Como por entonces no existían los porteros eléctricos, cuando alguien tocaba el timbre, desde el interior del chalet había que ir hasta la puerta de entrada, levantar la traba de la mirilla y ver quién era. El granulado impedía observar desde adentro hacia afuera y viceversa.
Todo resultaba de lo más agradable e inocente. Excepto que, como el chalet era tan pequeño, yo debía dormir en el living comedor. Apenas se apagaban las luces, el living entraba en una semioscuridad que hubiese permitido el mejor de los sueños. Pero, curiosamente, era a partir de aquel momento cuando el rosa del vidrio granulado de la mirilla adquiría el resplandor de la cosa viva, de la cosa que empezaba a existir. Nuestro chalet estaba en la esquina de la calle. La luz nocturna de la cuadra se debía a un farol que colgaba de cables que cruzaban la diagonal de la esquina, y que se sacudía al menor soplo del viento. Si el viento soplaba desde el norte, el portalámparas se torcía en dirección sur, y lo mismo en las otras direcciones, lo que en cualquier caso producía efectos distintos, siempre agitados y vacilantes. El caso era que esos movimientos de luz y sombra se proyectaban en ráfagas sobre el vidrio, irisándolo a veces, a veces trazando la quieta estampa de un cuerpo, que el granulado impedía precisar. Aquello debía de corresponder a la sombra de un árbol, o de una rama, iluminada por el foco, pero, para mi terror, yo veía, del otro lado de la puerta, la figura del demonio, que aparecía y desaparecía del otro lado, esperando el momento para entrar a casa y asesinarme.