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Apuntes en viaje

El barrio

Excepto una de nosotras, más atlética, las otras decimos que vamos a tener que programar muy bien cuántas veces salir al día. Se sale y solo se regresa una vez.

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| marta toledo

Nueva York nos recibe con los últimos coletazos del verano. El viernes a media mañana soleado, salimos transpiradas del subte, arrastrando las maletas. Odio despachar valija, pero voy a estar varios días y caí en la trampa y ya estoy arrepentida. Llegamos a El Barrio, donde alquilamos un departamentito para las cuatro. Alejado del Manhattan lujoso adonde iremos a parar unos días después, esta previa en un barrio pobretón donde no escucharemos hablar inglés en toda la estadía. Sí se escucha la música contagiosa del portorriqueño, el mexicano, el colombiano, el peruano, el panameño. Los carteles vibrantes ofrecen tacos, carnitas, arepas, micheladas. Las caras cubiertas con grandes lentes espejados, las ropas coloridas, las verdulerías en la calle con los canastos rebosantes de frutas tropicales, los viejos sentados en los umbrales de las casas, los quebrados en una duermevela permanente echados en las veredas, las santerías y las casas de empeño con sus vidrieras repletas de las joyas de las familias pobres, las caravanas de oro de la abuela, las alianzas que traían en los dedos mamá y papá cuando llegaron, jovencitos, recién casados, las medallitas de bautismo. Todo huele a porro. Toda Nueva York, no solo este barrio, nuestro por un rato. Nos hallamos enseguida. Los edificios con su ortopedia de escaleras de incendio, con sus muros pintados, sus ladrillos a la vista. El subte con sus venecitas y su olor a meo.

Es mi primera vez en Nueva York. Me pasa algo raro: me asombra y al mismo tiempo la he visto tantas veces en tantas series y películas, que me resulta familiar. Cuando llegamos al departamento, nos damos cuenta que el dueño evitó aclarar que hay que subir tres pisos por escalera. Tres pisos con estos mamotretos de valijas. Excepto una de nosotras, más atlética, las otras decimos que vamos a tener que programar muy bien cuántas veces salir al día. Se sale y solo se regresa una vez.

Esa noche estamos invitadas a comer a la casa de Ana, una poeta argentina que vive hace cincuenta años en la ciudad. No la conocíamos, no la habíamos leído. Creo que Ana es el descubrimiento más lindo que me regala Nueva York. Está en pleito con los vecinos porque se quejan de que fuma en su propia casa, que el olor sale por debajo de la puerta y contamina el pasillo. Está en pie de guerra y piensa mantenerse así. Nos habían pedido que cada una llevara una canción. Pensamos que porque iba a pintar baile. Y después pinta porque desvirtuamos la invitación con la tercera botella de vino. La idea original de nuestra anfitriona es sentarse y escuchar la música que traen sus invitadas. Escuchar para conocer otra música, dice. Hacer silencio y escuchar. Lo hacemos un rato, pero enseguida argentiniamos, corremos los muebles, la sacamos a bailar.

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Tenemos en agenda un par de cosas de turistas. Cruzar el puente de Brooklyn, lo hacemos cerca del mediodía, unas más en las largas filas de gente de todo el mundo, caminando como en una procesión interrumpida por los que se detienen a tomarse fotos, nosotras también interrumpimos el paso para registrar que estamos aquí. El East River se despliega hermoso a nuestro alrededor, lleno de brillos y allá a lo lejos llegamos a ver la Estatua de la Libertad. La segunda cosa es ir el domingo por la mañana a escuchar gospel a una iglesia del barrio. Otra vez parte de la larga fila de turistas. Odio ser turista, pero qué hermoso escuchar al pastor y qué maravilla el coro y cómo acompañan los fieles y cómo se mueven los cuerpos al son del Señor.