Llovió encima del final de la fiesta tendida en el parque. A la madrugada. Sobre las botellas vacías, sobre las copas con restos de vino, sobre el mantel y los platillos. Llovió hasta cerca del mediodía cuando volvimos a reunirnos alrededor del mate, ojerosos y cansados del baile. El gacebo medio caído, vencido por el peso del agua. Los corchos flotando en los charcos. La menta salvaje renacida. Los perros corriéndose y revolcándose en el pasto, metiendo las patas en el barro, dejando el reguero de huellas en la cocina. Con lo que sobró de carne hicimos estofado y juntamos varios paquetes de fideos a los que les quedaba un puñadito: espagueti, tirabuzón, pene rigatti. Eramos siete. Después nos echamos en los sillones a mirar la tele o, mejor, a hacer zapping, a quedarnos un ratito en el canal local donde a cuento de nada entrevistaban a un tipo en una playa de río y había unos caballos y unos perros que toreaban a los caballos. Otro rato, en el resumen de chismes de la semana. Mientras, uno o dos lavaron los platos, el ruido del agua sobre la loza, el ruido de los vasos chocándose en el escurridor. Todos contaminados de esa modorra nostálgica del día posterior a la fiesta. Una amiga siempre dice: noches alegres, mañanas tristes. Aunque no estamos tristes, apenas cansados, melancólicos.
Alguien perdió unas llaves, así que cada tanto dos nos levantamos y damos vueltas por el terreno buscándolas. Reconstruimos la noche en busca de indicios. Volvemos a mirar las fotos en los teléfonos tratando de encontrar pistas. Nos inclinamos sobre la pileta a ver si allá en el fondo… mandamos mensajes preguntando si alguien no se las llevó por error, si en alguna cartera, en algún bolsillo… Al final de la tarde alguno se va a topar con el llavero caído atrás de una pila de leña.
El cielo está despejado y el sol pica, evapora los charcos, seca los cuerpos húmedos de los perros. En un par de horas dará la impresión de que acá no ha pasado nada, ni lluvia, ni fiesta, nada: la casa vacía y cerrada, todo quieto, tan distinto de ayer, todo música y voces y risas y ladridos. Volveremos a la ciudad, con la fila larga de gente volviendo de su fin de semana: la procesión lenta hacia el lunes, la radio encendida con el eco de un partido de fútbol o alguno de esos programas de autoayuda. Encontraremos en nuestras casas, cerradas los últimos dos días, todo el calor del viernes y del sábado antes de la lluvia. El aire sin salida. El olor de los muebles que, libres de humanos por unos días, recuperan el olor del material con que están hechos. Vamos a abrir la puerta y la perra va a correr jadeando hasta el sofá de donde no va a moverse hasta el lunes porque la deprime el regreso. Los gatos van a salir de sus transportadoras y van a estirar las patas y el lomo y van a ir a hacer pis en las piedritas y enseguida van a maullar pidiendo comida. Vamos a abrir la heladera buscando algo para meter entre dos rebanadas de pan. Vamos a reírnos recordando alguna anécdota de la fiesta y a sentir que fue hace mucho tiempo. Vamos a tomar un vaso de agua y un té y nos vamos a bañar y a meter temprano en la cama. Vamos a scrollear Instagram y vamos a ver a otras gentes en fiestas parecidas hasta llegar a alguna foto de esa de la que fuimos parte. Vamos a poner corazones y fueguitos y vamos a ir resbalándonos hacia el comienzo de otra semana.