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Devorarlo todo

El 16 de julio de 1799, cuarenta y un días después de zarpar de La Coruña, arribó a las costas de Venezuela. Durante tres años recorrió Latinoamérica.

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| MARTA TOLEDO

Cuando a mediados del siglo XVIII Benjamin Franklin inventó el pararrayos, los seres humanos comprendimos que la naturaleza podía domesticarse; así, clausuramos el miedo y en consecuencia el mundo se volvió más previsible. Ya sobre el cierre de ese siglo Erasmus Darwin, abuelo paterno de Charles, publicó un poema que se propagó como reguero de pólvora por toda Inglaterra, titulado “Loves of the Plants”, en el que de forma sutil –a la vez luminosa– abordaba el maridaje entre ciencia y poesía, hasta hacía no mucho tiempo antagonistas feroces (“Fausto”, de Goethe es la máxima expresión de esta nueva manera de nombrar al mundo. En un pasaje, “Fausto” reconoce que esa búsqueda extática del conocimiento sobre la naturaleza provoca “hervor de mi pecho”). Es en ese feedlot que se formó Alexander von Humboldt.

Nacido en el seno de una familia adinerada de Prusia, Humboldt esquivó una vida de privilegios y confort para devorarse una porción considerable del planeta. El 16 de julio de 1799, cuarenta y un días después de zarpar de La Coruña, arribó a las costas de Venezuela. Durante tres años recorrió Latinoamérica. En su tiempo, Humboldt estaba considerado como la persona más famosa del mundo, al mismo nivel que Napoleón. Cada viaje del naturalista era celebrado no solo por las cortes a las que acudía para financiarse, sino también por la comunidad científica y los simples mortales, fascinados con las aventuras del legendario alemán.

La fama no expiró con su muerte. El 14 de septiembre de 1869, al cumplirse los cien años del nacimiento de Humboldt, hubo festejos en todos los rincones del planeta. En Nueva York, por ejemplo, las calles se cubrieron de banderas y pancartas con su rostro y su nombre. Los barcos que navegaban el río Hudson iban atiborrados de banderines de colores. Más de quince mil personas se reunieron en el Central Park donde se descubrió un inmenso busto en bronce del geógrafo humanista. Hubo festejos también en Buenos Aires, Ciudad de México y Sidney, por nombrar solo un puñado, pero sin dudas las mayores celebraciones se realizaron en Berlín, su ciudad natal, donde a pesar de una inclemente lluvia ochenta mil personas se reunieron en las calles para recordarlo.

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Hoy, a más de doscientos años de sus hazañas, nos sigue convocando. Existe una inmensa reserva forestal en California que lleva su nombre, una vigorosa arteria parisina también; centenares de plazas, monumentos y hasta ciudades latinoamericanas fueron bautizadas con el nombre de Humboldt (en Argentina, por ejemplo, una comuna santafesina); su nombre persiste en la ristra de descubrimientos naturales que fueron sucediéndose desde su muerte: un glaciar en Groenlandia, cadenas montañosas en China y en la Antártida, ríos de Tasmania y Nueva Zelandia, una corriente que recorre las costas de Perú y Chile, y así. Más de cien animales y casi trescientas plantas también cargan su nombre.

Luego del periplo latinoamericano, entre 1804 y 1827, Humboldt se estableció en París, donde recopiló y publicó el material recogido en su expedición, en treinta volúmenes que llevan por título “Voyage aux Règions Equinoxiales du Nouveau Continent”, firmado junto a Aimé Bonpland. Existen solo una docena de estas primeras ediciones completas en el mundo. Una de ellas anida aquí, en la exuberante biblioteca de la Fundación Lillo, en San Miguel de Tucumán.