Uno tras otro, balanceándose levemente, con expresión neutra y mirada cautelosa, los padres sinodales entran en el aula y se van ubicando en sus bancas. Preside el Papa, jesuita argentino.
Un recuerdo surge en la mente de muchos observadores: las añejas declaraciones de un cardenal, el también jesuita Martini, experto en crítica textual del Nuevo Testamento y arzobispo de Milán, políglota en nueve lenguas, incluidas latín, griego y hebreo. Candidato papal reticente –a causa de un Parkinson intransigente– en el conclave que ungió a Benedicto XVI, Carlo María Martini sumó votos hasta que, junto con otro candidato también jesuita, Bergoglio, cedieron la mayoría de éstos a Ratzinger, que fuera renovador moderado en el concilio Vaticano II y deviniera luego jefe doctrinario del catolicismo y sucesor de inquisidores.
Ya a las puertas de su muerte y advirtiendo que las fuerzas y la influencia de Ratzinger disminuían día a día, Martini recibió a Il Corriere della Sera y resumió en pocas y fuertes frases, que se agregaron a las que ya venía transmitiendo, los que serían los cimientos temáticos de la agenda del actual sínodo. Las preocupaciones de Martini no sólo eran afines con las de su entonces colega Bergoglio, sino que también eran compartidas por muchos responsables.
De allí la urgencia y el énfasis del actual Pontífice, reflejados en la refrescante invitación de nuestro compatriota a los padres sinodales a hablar sin temor y sin autocensura.
Algunas definiciones de Martini son destacables: “Hay salvación fuera del catolicismo”; “es necesario revisar el papel (de primacía) del Papa para favorecer el diálogo con protestantes y ortodoxos”; “la Iglesia tiene un atraso de 200 años”; “aconsejo al Papa que reúna a 12 personas fuera de lo común para los puestos directivos… personas cercanas a los pobres, que sean jóvenes, y quieran experimentar cosas nuevas”; “ni el clero ni el derecho eclesial pueden sustituir la interioridad del hombre”; “debemos preguntarnos si la gente escucha todavía los consejos de la Iglesia en materia sexual”; “¿dónde están los héroes entre nosotros?”.
En sus últimos años Martini eligió vivir con modestia y sencillez en Jerusalén, emitiendo de tanto en tanto declaraciones que levantaban remolinos de alarma en las sacristías romanas y en los fortines globales del conservadurismo doctrinal católico y eclesial.
Algunos rasgos de Martini, desde el modo de vestir hasta la variedad de sus amigos, incluyendo gays y divorciados, además de agnósticos y rabinos, eran complementos armónicos con un pensamiento tan humanista como abierto.
Martini no fue Papa, pero su posición y sus opiniones –hasta las últimas, recogidas por Il Corriere della Sera– reaparecen luminosamente cuando su amigo argentino toma la posta y asume como propias, por convicción aunque con estilo menos fogoso, las líneas de acción que promovía, usando un lenguaje casi brutal para los estándares de la Santa Sede, y movido por la urgencia que, creía él, debía imprimirse a la materialización de una larga lista de reformas.
El sínodo ha comenzado, y el trámite de escudriñar cuál es hoy el pensamiento de Dios sobre divorciados, gays, el celibato de los curas, la tiranía de las finanzas y la persistencia de exclusiones insoportablemente escandalosas, generará las conocidas líneas divisorias.
Un grupo está conformado por los guardianes de las cavernas de la letra canónica, los militantes de la escrupulosa obediencia al dogma y los sostenedores de los muros divisorios entre el mundo de los hombres y la disciplina del clero. El otro busca colocar la vigencia y supervivencia del catolicismo y la cercanía con las necesidades humanas por sobre la permanencia intangible de instituciones mohosas y alicaídas.
Porque el dato enmascarado por tanta crónica de las coloridas y extravagantes liturgias vaticanas, es el de la urgencia en detener la tendencia del catolicismo a transformarse en una minoría religiosa inmóvil, cómplice por silencio de la supervivencia de divisiones arcaicas y asincrónica con la tendencia mundial hacia una mejor calidad de la vida –terrena–.
El mandato del amor justo puede rebrotar si su fuerza no es oxidada por los partidarios de una religión sectaria y rígida, que puede devenir una melancólica guardiana de ritos funambulescos y curaduría de tesoros de arte y arquitectura.
En el planeta de 2014 se debate en Roma sobre el Cielo y la Tierra, mientras la gente vacila entre dos incertidumbres: la vida eterna o la eterna muerte.
En la vida minúscula de la falta de estilo, parpadea la actuación en Tierra del Fuego de un compadrito rural inglés, míster Jeremy Clarkson, versión cursi de lo que pareciera ser el hábito de algunos ingleses (creemos que una minoría) de reducirnos a algunos epítetos.
Décadas atrás, en el estadio de Wembley, nuestro equipo de fútbol recibió una y otra vez la calificación de: “¡Animals!”, coreada por tribunas convenientemente estimuladas. Durante la guerra por las islas Malvinas, el día –aciago entre todos– en que un torpedo disparado por un submarino inglés por orden directa de Margareth Thatcher hundió al crucero General Belgrano, el tabloide británico The Sun tituló con formato catástrofe: “Gotcha!” (“¡Te agarré!”), festejando la muerte de nuestros marinos.
Clarkson, folclórico británico de veinte pulgadas (BBC), y conductor de programas y series con éxito, es un especialista en provocaciones. La última: pasearse por Tierra del Fuego en autos exclusivos que lucían chapas-patentes alusivas a los 323 muertos del Belgrano. Entre las cortesías que dispensó Clarkson últimamente, escogemos dos: aludiendo a “Greenpeace” definió tajante: “un grupo de sindicalistas viejos y lesbianas”; su opinión sobre una huelga de empleados públicos ingleses: “los sacaría a la calle y los ejecutaría delante de sus familias” (30-11-2011).
Lo penoso de los dichos y hechos de este taita boreal es el agobio que causa comprobar la persistencia de un público que lo celebra, por más que la coronación de su exigua excursión fueguina haya terminado con una fuga a Chile, hábito éste que menudea entre los ingleses que menos nos aprecian y que –en tanto desertor– le permite servir para una nueva ofensa.