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Del cuaderno de notas

Lo que ocurre en tiempos de Milei es del orden de la experiencia traumática. Incluso cuando pierda y se vaya.

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Releo El absoluto literario, y vuelvo sobre la relación entre literatura y filosofía. ¿En qué momento se perdió? Tal vez lo que se haya perdido es la literatura. O la filosofía. ¿Existen ambas todavía? La filosofía parece haberse convertido ya en historia de la filosofía, ya en filosofía impresionista y sin profundidad sobre lo que ocurre. Pero la filosofía trata acerca de lo que no ocurre. Sobre el ocurrir de lo que no ocurre. Su objeto es esa imposibilidad. ¿Y la literatura? Buena parte del malestar irreversible con la mayor parte de la narrativa contemporánea (y la narrativa argentina ocupa un lugar central en esa oposición: soy opositor a gran parte de lo que se escribe aquí) proviene de que la literatura dejó de dialogar con la filosofía y, en cambio, dialoga, o mejor dicho, se subordina a los cultural studies. Como el repertorio de un catálogo (como el catálogo de Falabella) de los claustros de los estudios culturales de la academia norteamericana, ahí van las novelas sobre medioambiente, ecofeminismos, chamanismo, cuerpo y capitalismo, materniadad(es), pos y neocolonialismo, migraciones, animalidades, etc., etc., etc.

Charlábamos la otra noche sobre Horacio González. Más de una vez hablábamos o recordamos a Horacio, al que cada uno conoció en diferentes momentos y circunstancias. Y mientras charlábamos, precisamente recordábamos la charla, el estilo de conversación de Horacio. La conversación con González era de una exigencia intelectual altísima. No había en él una pizca de frivolidad. De tontería. De pavada. La exigencia intelectual era altísima, incluso cuando no hablásemos de “temas intelectuales”, sino de asuntos, a priori, de la vida cotidiana. Pero a la vez, esa exigencia intelectual no se convertía nunca en solemnidad. Era siempre vital, vivaz. En esa dialéctica entre alta exigencia intelectual y derrota de la solemnidad residía el arte conversatorio de Horacio. Y en algo más: en escuchar. Porque Horacio escuchaba. Y hacía sentir a su interlocutor que él (el interlocutor) era quien realmente poseía ese rigor intelectual. Con Horacio todos nos sentíamos más inteligentes e interesantes de lo que realmente somos.

Lo que ocurre en tiempos de Milei es del orden de la experiencia traumática. Incluso cuando pierda y se vaya (o se vaya sin perder: tarde o temprano se va a ir), la pregunta por cómo llegamos hasta aquí, cómo esto fue posible, dejará una marca, una cesura –casi en sentido psicoanalítico– comparable a la pregunta por la dictadura. Dictaduras hubo muchas en Argentina y América Latina. Genocidios, no. ¿Cómo se llegó hasta ahí? ¿Cómo, décadas antes, se pudo bombardear la Plaza de Mayo con civiles pasando por allí? ¿Cómo pudimos vivir en común luego? Pero, ¿hemos llevado una vida en común? No hay forclusión que alcance para describir lo acontecido. Los años de Milei van en la misma dirección. No alcanza con comprender lo básico: la brutal transferencia de recursos de los sectores populares y medios a los grupos concentrados de la economía. Un país con un 70% de pobreza, acostumbrado a eso, naturalizado, como casi todos los de América Latina. Sin cultura, con educación y salud pública paupérrimas, sin desarrollo científico, etc. Pero hay fuera de eso un plus, un excedente, una sobrecarga simbólica. Es esa la experiencia traumática.

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