Emplear la expresión “macroeconomía” implica, desde el vamos, usar la lengua del enemigo. Buena parte del éxito en la discusión con lo neoliberal en su actual fase neofascista (el neoliberalismo en su despliegue, si no encuentra resistencias fuertes, termina naturalmente en el neofascismo) reside en sospechar del uso de las palabras y los conceptos recibidos, que aparecen como neutros o despolitizados. “Macroeconomía” es una de esas palabras. Todo ocurre como si ella existiera realmente: así como el agua en el llano hierve a cien grados y el sol sale por el este, la “macroeconomía” sería un dato de “lo real” indiscutible. Tomemos la definición básica de “macroeconomía”: “Parte de la teoría económica que estudia los indicadores globales de la economía mediante el análisis de las variables agregadas, como el monto total de bienes y servicios producidos, el nivel de empleo, de recursos productivos, la balanza de pagos, el tipo de cambio y el comportamiento general de los precios”. Es decir que los salarios, el poder adquisitivo, la calidad de vida de las personas no forma parte de la “macroeconomía”. Tampoco el acceso a la salud y la educación. ¿Pero qué es la vida de las personas sin buenos salarios, educación y salud? Parece haber un consenso –que incluye a buena parte del progresismo– acerca de que hace falta una macroeconomía “ordenada” para luego poder pensar en cualquier otra variante. Pero es al revés: debemos pensar por fuera (o en contra) de la propia noción de “macroeconomía” y comenzar por esas otras variantes que hacen a la vida real. Y a la propia economía: de lo que se trata es de devolverle a la economía su carácter de “economía política” (de hecho, bajo esos términos fue fundada la economía moderna por los padres del liberalismo, luego puesta en cuestión por Marx) es decir, el carácter eminentemente político de la economía, su dimensión social. Pero entendiendo “político” como sustantivo a la emancipación, al horizonte emancipador de la acción política. Cada vez que el progresismo usa la palabra “macroeconomía” está siendo hablado por el enemigo. Hace tiempo que el progresismo parece haber renunciado a pensar críticamente la lengua del capitalismo. Pero si no se ejerce ese pensamiento, no hay posibilidad para una política emancipatoria.
Cuando viajo a un país cuya lengua no hablo (como por ejemplo a Alemania, donde estuve muchas veces) aparece inmediatamente una frustración: no puedo ir a librerías, en especial, a librerías de viejo. El viaje pierde así parte importante de su interés (debería viajar solo por el mapa de los idiomas en los que leo). Pero, a la inversa, estar dentro de un idioma que no hablo, es decir que no entiendo, me provoca al mismo tiempo una sensación atractiva. Escucho a los nativos hablar, y sin entender una sola palabra de lo que dicen, imagino precisamente qué están diciendo. Muchas veces pongo la radio a la noche solo para imaginar conversaciones que no logro ni lograré nunca comprender. Ese estado de incerteza, de desconocimiento, me es, sin embargo, conocido. Y lleva un nombre: literatura. La extranjería absoluta. La literatura, al menos la que a mí me interesa, parte de un estado de incomprensión y soledad para alcanzar, como punto de llegada, otro estado de incomprensión y soledad. La literatura es una forma de hacer vacilar a la lengua.