Incorregible. Así como gran parte de la dirigencia argentina intentó aprovecharse de su imagen a lo largo de los doce años de papado, a favor o en contra, ahora trata de beneficiarse políticamente con la despedida final de Francisco. No puede negarse la coherencia, por más que afloren profundas contradicciones.
Ese espíritu mezquino que caracterizó la relación con Jorge Bergoglio –que quedó atrapado sin proponérselo en el estigma de la grieta– fue abrazado, entre otros y con matices, por las cuatro gestiones presidenciales que se desarrollaron mientras ejerció el mando en el Vaticano: Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri, Alberto Fernández y Javier Milei.
Peor aún. Cada uno de ellos, de sus aliados y de sus opositores procuró atar a las miserias de la política doméstica cualquier actitud o frase de Francisco. Le aplicaban las escalas de un puntero barrial al líder global de la Iglesia católica.
Para completar el desquicio, todos ellos en estos días lo saludaron como “el argentino más influyente de la historia”. Sí, los mismos que pretendían hundirlo en nuestros cloacales vaivenes de cabotaje. Los que siquiera se sonrojaban al “acusarlo” de peronista, comunista, pobrista, operador y tantas otras calificaciones tan interesadas como injustas.
El sucesivo desfile por esa lógica ruin resultó casi incesante. Y desgastante para un Bergoglio que los tuvo siempre bajo observación. Por eso consideraba que venir de visita a la Argentina era como darles pasto a esas fieras que se iban turnando en el hostigamiento o en el endiosamiento, según conviniera.
Arrancó Cristina, cuando decidió ignorar en 2013 que el cónclave cardenalicio ungiera a Bergoglio como nuevo pontífice. El hasta entonces arzobispo de Buenos Aires ya había logrado sobrevivir a los embates de Néstor Kirchner para desplazarlo de ese sitial porteño. Más pronto que tarde, CFK mutó a feligresa consumada y visitadora serial de Roma.
Macri pasó de ser su aliado mientras estuvo al frente del Gobierno de la Ciudad, por ese hostigamiento del kirchnerismo, a mantener una tensa distancia una vez electo presidente. Bergoglio sentía cercanía con otros macristas, como Esteban Bullrich o Carolina Stanley, pero no por el jefe PRO, quien se había obsesionado por obtener alguna imagen junto al Papa en modo sonriente, que nunca llegó. Y eso que se tramitaron nutridas diligencias con ese fin.
Alberto Fernández, que también como jefe de Gabinete de Kirchner había participado del boicot a Bergoglio como encargado de la Arquidiócesis de Buenos Aires, también aplicó el doble rasero. Con un agravante mayor. Devenido en un súbito militante papal de la primera hora, bautizó en su honor como Francisco al bebé que tuvo con su pareja Fabiola Yañez. Esos tiempos coinciden con las fechas de los hechos de violencia por los que Yañez denunció al expresidente, que fue procesado con la reciente ratificación de la Cámara Federal. La eterna hipocresía albertiana. Cero sorpresa.
La mayor conversión, sin embargo, fue la de Milei. De demonizarlo, con insultos incluidos, pasó a ser una oveja más del principal pastor del catolicismo mundial. Como a todos los demás, el Sumo Pontífice lo acogió en sus brazos y en sus rezos.
El garrochazo y el último adiós de Milei a Francisco desacomodó a sus soldados libertarios, quienes se habían subido con fervor acrítico a la satanización. Por eso casi ninguno de ellos se subió al posteo presidencial de homenaje al Papa. Y menos aún publicitaron el viaje a Roma de Milei, la hermanísima Karina y medio gabinete para asistir al funeral del sábado.
Salvo Guillermo Francos, el jefe de Gabinete, ninguno del resto de la comitiva oficial tenía vínculo con Su Santidad. Más bien, lo contrario.
Se puede entender desde lo institucional la presencia presidencial y la de la inseparable Karina. Incluso las áreas de las ministras Sandra Pettovello (que lo visitó una vez) y Patricia Bullrich fueron objeto de críticas papales en más de una oportunidad. Y ahí estuvieron, misericordiosas ellas. O el canciller Gerardo Werthein, que por orden de Milei desairó hace unos meses al Papa al ausentarse de la conmemoración del acuerdo de paz con Chile.
Otra presencia curiosa fue la del vocero-candidato Manuel Adorni, con nulo nexo eclesial y sin expectativa alguna de que actúe como portavoz presidencial: no lo ha hecho en ninguna de las giras mileístas. Acaso su aparición pueda explicarse como parte de la promoción de su candidatura en las legislativas porteñas de dentro de tres semanas. Pero a ese tipo de artimañas recurre la casta. Sería impensable.
De esta comparsa de conveniencias en torno a Francisco han participado otros sectores de la política, de los movimientos sociales, del sindicalismo, del empresariado y hasta de la propia Iglesia local. Hay que incluir a la Justicia, por supuesto. ¿Quién habrá asesorado al cortesano Ricardo Lorenzetti para que se hiciera una foto en la capilla ardiente en el Vaticano con el féretro papal de fondo?
Corresponde también ver la paja en el ojo propio. Muchos medios de comunicación y periodistas acompañaron con entusiasmo los contradictorios posicionamientos de sus referencias político-partidarias respecto al Sumo Pontífice. Por conveniencia o interés, vaya uno a saber. Enternece haberlos visto conmovidos esta semana. La muerte dignifica. Y el archivo demuele.
Por si hiciera falta decirlo, la mejor honra a Francisco –que tuvo sus virtudes y defectos, claro– no pasa por las frases ampulosas de ocasión o las presencias visuales en sus exequias para la posteridad, sino en el esfuerzo por seguir sus pasos en el camino hacia la humildad, la solidaridad, la transparencia, el desarrollo sostenible y la aceptación de lo distinto, entre otras enseñanzas más allá de lo religioso. Así podrá descansar en paz. Lo merece. ¿Nos lo merecíamos?