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Debate, dicho y hecho

segundo debate presidencial
Segundo debate presidencial | NA

Aunque soy una de las personas que reniegan de la partidocracia, engrosando ese grupo sin capacidad de sentirse representado por las fuerzas en disputa, vi los últimos debates. Al tener frente a los ojos a los candidatos en movimiento –y bajo enorme presión–, noté que en general prefiero leer sus declaraciones editadas a verlos en carne y hueso con sus voces y sus gestos, de modo que estos encuentros tuvieron el plus de mostrarme formas expositivas que no conocía bien. Me divertí (amargamente) con el contraste entre el tono de directora de escuela pasada de rosca de Bullrich y el robótico políticamente correcto de Massa, con la campechanía, ahora célebre, de Schiaretti y la dificultad para controlar la ira de Milei. Fue Bregman la que me sorprendió en un mejor sentido por su ejercicio del noble arte de la oratoria, aunque no adhiera a su ideología. Sintética y articulada, sostiene la lógica interna de sus argumentos, estemos de acuerdo o no; y puede chicanear con gracia. Cultiva rigurosamente la máxima “el que se enoja pierde” y generó revuelo al mostrar disidencia con el discurso hegemónico sobre Palestina e Israel. Excepto cuando se calza el cassette del patriarcado y repite consignas relacionadas a las minorías de las que, pese al rechazo de las mayorías, el oficialismo y buena parte de la oposición también hacen uso y abuso, o cuando se inscribe en el rubro “laburantes” aunque sus ingresos no sean los de ellos, maneja una enunciación más atractiva que la de sus competidores. Es como si quisiera rescatar esas épocas en las que se procuraba hablar bien. Si alguno de todo el conjunto dice algo superador que sea verdaderamente realizable, es, obviamente, otro tema.

Frente a los candidatos en movimiento, noté que prefiero leer sus declaraciones

Históricamente criticada por no haber ejercido nunca el poder, la izquierda local puede jactarse, al menos, de la claridad de Bregman quien, al mismo tiempo, encarna una prueba incontestable de la nula injerencia que la palabra tiene para definir votos. La coherencia discursiva se hizo prescindible y no haber tenido gestión dejó de ser un obstáculo, hechos que abonaron al fenómeno Milei. Igualmente, si pensamos en la debacle del panorama social, económico y cultural que venimos soportando desde hace tanto tiempo, da para pensar que los hechos consumados tampoco están importando demasiado.

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