El barro es un problema menor. Parece enorme, pero es apenas un desajuste decorativo. Hasta podría decir que el barro y la mugre al final del día me hacen sentir en casa, viva, sucia, en el planeta tierra y al lado de la persona correcta.
Elegir el campo es optar por muchas dificultades con ahínco y convicción. Es saber que ese tipo de complicaciones, al final del día, te constituyen. Nunca es lo mismo heredar problemas que abrazarlos, siempre es mejor saber que se quiere tener determinado tipo de dificultades a tragar pasivamente otras, como un cambio de gobierno que te pone en las antípodas de tu pensamiento o la adaptación dócil a los exabruptos violentos de unos pocos que pasan a la comunicación masiva, sin filtros.
Durante los últimos años, además de ser felices de cara al sol o mirando la luna, no hemos dejado de lidiar con animales e insectos, bombas que se queman, moscas que habitan nuestros ambientes y tormentas como prolegómenos de tamaños desastres. Estamos a una hora de la Ciudad de Buenos Aires, pero los caminos se desdibujan apenas las lluvias se desatan, o no amainan por un rato. La gente no sabe muy bien qué hacer cuando los neumáticos patinan. Algunas veces nos piden ayuda y los rescatamos. Otras veces esquivan el foco del conflicto con astucia y un par de buenas maniobras.
Con el paso de los días y el esfuerzo que ya le hemos puesto a todo, llegó el amor al barro; no solo porque nos sentimos cómodos en la humanidad que significa el contacto con lo más terrenal del polvo, sino porque la tierra húmeda ocupa el lugar de otros problemas. Es nada más y nada menos que el problema que elegimos no tener. Donde hay caballos empeorando el terreno mojado, o escapando de un corral, hay menos neurosis, menos competencia, menos vidriera, envidia y comparación. Nadie quiere sentirse involucionando al estado de naturaleza. No hay mucho que mostrar de unas manos ajadas por el trabajo en la tierra, de unas uñas que se han extinguido de tanto hurgar. Siento orgullo por la tarea que hacemos después de la lluvia. La tierra se ablanda y entonces quitar la maleza es más sencillo. Así que nos vestimos con la peor ropa y las alpargatas más gastadas, y nos embarramos hasta aislar con nuestras propias manos los pequeños robles que vamos pasando a macetas para hacerlos crecer con la invasión de los yuyos que los rodean hasta ahogarlos.
Cultivar árboles es una tarea honesta, alineada con la búsqueda de un mundo más sano, de un aire más respirable. Una actividad tan feliz como indeseable. Porque hacerlo es poner el cuerpo en acción, resentir el sacro, que luego duela la espalda, la cintura, los brazos. Sin embargo, es lo que elegimos hacer para contrarrestar el tiempo que les dedicamos a la escritura y la edición. Un tiempo de total contacto con la naturaleza y entre nosotros.
Embarrarnos para hacer plantines de fresnos, robles y jacarandás es darle un valor simbólico a la edición: es hacernos tomar conciencia de que eso que extraemos de la naturaleza es algo que también podemos devolver. Y no dejarlo en palabras.