Conversábamos algunas veces. El hacía vestuario con José María Muñoz, y yo con Carlos Parnisari; es decir, en resumen, que éramos colegas. Después dejamos de serlo, porque él se dedicó a la televisión y yo a la enseñanza formal de Literatura. Son vocaciones: la resonante visibilidad de los medios masivos y la discreción asordinada del murmullo literario.
No me alarmó saber que, en estos días, se lo reconoció como Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Comparto los conceptos que vertió en esa ocasión a favor del multiculturalismo (aunque fijó en una cifra, doscientos, la tasa de la pluralidad de culturas, y ese límite no lo entendí). En efecto, cultura es todo, y no hay que discriminar. Luego cada cual, eso sí, decide qué culturas lo entusiasman y cuáles le suscitan discrepancias ideológicas.
Nada diré de Marcelo Tinelli, pero sí de la tinellización. Pues con la generalización expansiva del modo Tinelli, tengo por cierto mis reparos. No me gusta el verdugueo, ni en la variante de la barra de amigos (VideoMatch) ni en la variante del jurado de presuntos expertos (“Bailando por un sueño”). Esta última modalidad, la del jurado, me temo que se va difundiendo: el gusto por la descalificación como tal, los que agreden al dar veredictos, que cada cual considere que tiene derecho a espetarle su maltrato a los demás.
En eso añoro al profesor Candial, en eso añoro a Prato Murphy: jurados respetuosos y serenos, cultores, a lo sumo, de la delicia de una sonrisita irónica.