Cada vez me sorprende más que no podamos sorprendernos. Sobre todo en el terreno del arte. Al mismo tiempo, lo esporádico quizá engrose el hallazgo. Me refiero a la proliferación de series y películas en las distintas plataformas que rara vez satisfacen las ganas del buen cine. Hay que esperar que alguno descubra joyas perdidas, o producciones actuales fuera de lo común, y que su entusiasmo sea suficiente como para postear algún comentario. Por lo general la búsqueda personal es infructuosa. Podemos pasar horas revisando el arsenal de títulos que los algoritmos van distribuyendo según nuestras elecciones y sobre todo nuestra dificultad de elección. “Porque viste tal…”, y entonces la oferta se diversifica en posibilidades que nada tienen que ver con lo que habíamos visto o se relaciona por algún vago motivo que no nos interesa para nada. Otras clasificaciones no me llevan a ninguna parte “¿Te vendría bien un motivo para reír?” o “Humor en 30 minutos” o “Tesoros para ti” (una lista desastrosa). Por eso esta semana me sorprendí al encontrar tantos anuncios referidos al estreno de una misma serie, “Adolescencia”, con la yapa de su brevedad: cuatro episodios. El tema es muy actual, sobre todo en nuestro país, con respecto a la ley de imputabilidad, ya que se trata de un asesino de 13 años. Pero lo que la distingue, produciendo un efecto de sorpresa, más allá del argumento, es el lenguaje. Y aquí es donde quisiera detenerme; no tanto en la problemática psicológica ni social –que obviamente tiene su impacto, pero no considero que sea la causa de su relevancia– sino en su puesta en escena. El golpe de gracia está en la narración, que incluye decisiones actorales notables. El director Philip Barantini y sus creadores, Jack Thorne y Stephen Graham, eligieron contar sin resolver, dar a ver sin mostrar. La historia llega por su potencial expresivo, el suspenso del gesto que se modifica en la intimidad del dolor; la puesta de cámara respeta las profundidades de la pena, la rabia, la ternura, eligiendo, por ejemplo, el plano de la nunca del niño que llora, en lugar de exhibir el conteo de sus lágrimas. La fuerza de lo no mostrado, insisto, es inconmensurable. No apelan a la escatología ni a la violencia explícita. Retoman una modalidad narrativa del cine dificilísima de practicar en estos tiempos: el plano secuencia. Lo hizo maravillosamente Hitchcock en La Soga, y otros cuantos directores. Hoy se piensa que todo debe ser cortito y cortado. La duración tiene mala prensa, y los videítos de Instagram pautan la expresión. Todas suposiciones fácilmente rebatibles cuando la originalidad (indefectiblemente ligada a la pasión) se manifiesta.
“Adolescencia” transcurre además en espacios acotados, con pocos actores, ¡sin drones!, y supongo que esto también significa bajo presupuesto, al tiempo que una altísima apuesta a la subjetividad.
No deja de sorprender que justamente sorprenda una serie que no cuenta con los recursos esperables. Y que sea una ficción que no necesite basarse en un caso real, produciendo sin embargo un efecto mayor.
Una serie fuera de “la” serie.