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glicinas

Cortes y caídas

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Las fechas y las medidas son imprecisas, pero el lector me disculpará. Hará unos años, ¿diez, veinte?, me llamó desesperada la señora que lo cuidaba para decirme que mi padre se había subido a una tembleque silla de plástico y con una tijera de podar oxidada quería cortar en altura las glicinas de la pérgola, que dejaban caer su fronda aérea y sus flores (¿perfumadas?) impidiendo el paso al patio. Tan desesperado como ella, le dije “bájalo ya de ahí” y me contestó: “Ni puedo bajarlo ni quiere bajarse y si se cae no voy a poder levantarlo”. Fui corriendo a la casa y cuando llegué estaba lo más pancho, sentado sobre esa silla de porquería y rodeado de ramas caídas y flores ya tirando a mustias, como un monarca oriental que contempla las ofrendas de sus vasallos de tribus bárbaras. Furioso, le dije que era la última vez que hacía esa locura, que si se caía de la silla se partía la cadera, y que la próxima vez que se mandara una macana como esa, yo mismo lo internaba en un geriátrico. Mi papá se rió, me dijo: “Si podés”; el guacho siempre sabía de los bueyes con los que araba, y yo me reí también, lo abracé y le dije que la próxima vez que necesitara esa clase de auxilios, me llamara. El pez por la boca muere. A partir de entonces me recuerdo excavando en el jardín delantero para sacar a la luz un caño de pútrida goma que perdía agua, yendo a la ferretería para comprar nexos o válvulas o grampas y engrudos soldadores. O subiendo al techo de la casa, buscando las tejas que había que reemplazar para que el agua de la lluvia no siguiera filtrándose en el living, y de seguro rompiéndolas en cantidad mientras me deslizaba por esas inclinaciones a unos cinco metros de altura de la superficie terrestre.

Semejantes proezas me acostumbraron a creerme idóneo en actividades para las que soy un inútil. Así que hará tres o cuatro años –¿pre o pospandemia?– se me ocurrió ocuparme de cortar ciertas extensiones de la ampelopsis que crece en el patio de mi casa y toma sol estirándose sobre las paredes de los vecinos. Así que me subí a mi escalera de aluminio plegable, provisto de tijera de podar, y empecé a cortajear aquí y allá, a cuatro metros de altura. En confianza, me di cuenta de que si tironeaba del ramaje adelantaba la tarea, así que pegué un tirón aquí y allá, y de pronto advertí que la escalera se inclinaba también al compás de mis oscilaciones. Debo de haberla apoyado mal. La palabra desesperación aparece por tercera vez en esta columna. O cuatro, ahora: desesperado, estiré la mano para agarrarme de una gruesa rama de la santa rita que también supe plantar, y apenas busqué el sostén me quedé con la rama seca en la mano y empecé a caer. Tienen razón los que afirman que el tiempo es divisible, pero no los que sostienen que la división puede ser infinita, salvo como forma de cálculo. Lo cierto es que en el segundo o dos segundos o en el microsegundo que tardé en caer (cien kilos en posición horizontal de caída libre, desparramados en un metro ochenta, desde cuatro metros de altura), pensé: “Qué muerte más pelotuda”.

Abajo me esperaban unos preciosos adoquines del estilo de aquellos que se usaban en tiempos antiguos en las calles y que ahora sobreviven por pocos meses más en las de San Telmo. Por suerte, mi caída se amortiguó por una gruesa maceta-cantero de cemento, que partí con la cadera, enchastrándome de tierra. Aturdido de dolor, me quedé durante segundos quieto, después grité pidiendo ayuda. Pero estaba solo, y al lado de mi PH sonaba la percusión constante de una agujereadora. Cuando el dolor se atenuó siquiera un poco, probé si me respondían los dedos de los pies. Perfecto. No había quedado paralítico. El resto es previsible. Sangre, moretones (mapa planetario en distintos colores), clínica, radiografías. Salí vivo, aunque descompaginado. Lo que pesan son las consecuencias.

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Mi biblioteca mide cinco metros de largo por tres metros y medio de alto. Antes de la caída, cuando buscaba algún libro en altura, me descalzaba y trepaba como un mono artrítico sosteniéndome en los firmes estantes hasta llegar a lo buscado. Ahora, no llego hasta ahí ni provisto de escaleras. Todo un sector de la biblioteca quedó vedado, decenas de libros me esperan y ya no los tendré. Pero me consuelo recreando una escena que no vi: mi padre subido a una silla y cortando ramas de glicina.