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Confesiones de un ignorante

Cuando la primera parte se publicó en 1842, tuvo un éxito enorme y provocó grandes polémicas. El público esperaba la segunda parte.

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Pensé que ya era hora de leer Almas muertas de Gogol. Atormentado por la culpa, durante años me había dedicado a comprar el libro. La culpa era tan grande que lo compré cuatro veces. Podrían haber sido ediciones diferentes, pero descubrí que tenía solo dos, aunque repetidas, como si fueran dos pares de zapatos. Una, publicada en España por Edaf y traducida por Rodolfo Arévalo. La otra, bajo el título Las almas muertas, es de la Universidad Veracruzana. La tradujo alguien que prefirió permanecer en el anonimato, tal vez por vergüenza. Me decidí por los zapatos mexicanos porque tenían un aspecto más distinguido y se podía caminar con ellos.

En la primera página, dos mujiks discuten si la rueda del carruaje en el que Pavel Ivanovich Chichikov llega a la ciudad está en condiciones de viajar hasta Moscú. Chichikov no va a Moscú y la ciudad no queda de camino, pero el lector decide ir a donde lo lleve Gogol, que siempre lo lleva a otra parte. Así le ocurrió al único lector del que conozco sus secretos y puedo distinguir si sus juicios son propios o provienen, por así decirlo, del medio cultural.

Y ahora me toca confesar algo más bochornoso. Como no leí el prólogo, ni siquiera sabía que se trataba de una obra inconclusa. Solo me enteré cuando, durante la segunda parte, empecé a observar que en las notas al pie decía: “aquí no se entiende el manuscrito”, “aquí falta un capítulo” hasta llegar al final, donde dice: “aquí se interrumpe el original”. Almas muertas no es la única obra maestra truncada. La lista incluye La Eneida, Bouvard y Pécuchet, El hombre sin atributos y casi todo lo que escribió Kafka, pero la de Gogol lo es de un modo particular. Cuando la primera parte se publicó en 1842, tuvo un éxito enorme y provocó grandes polémicas. El público esperaba la segunda parte como dicen que se esperó La vuelta de Martín Fierro. Los planes de Gogol incluían dos volúmenes más, en los que Chichikov, tras haber guiado al lector por el Infierno, lo haría por el Purgatorio y el Paraíso. O algo parecido: Gogol había decidido que su poema (así llamaba a la novela) no solo debía elevar literariamente sino edificar, pero acabó quemando el segundo tomo y lo que leemos sobrevivió en condiciones precarias.

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Para entender algo de todo esto, vino en mi ayuda un libro que también compré en estos años: Nicolai Gogol, publicado en 1944 por Vladimir Nabokov. Nabokov suele ser muy persuasivo. En particular cuando dice que “un escritor está perdido cuando se interesa cada vez más por cuestiones como ‘que es el arte’ o ‘cuál es el cometido de un artista’” y que Gogol, en parte por su propia locura y en parte por la presión del medio cultural que reclama obras de “interés humano”, cayó en la trampa mientras que su genio consistía en “crear vida desde la nada” y había perdido esa facultad. Así, su proyecto era la cuadratura del círculo: un pillo insondable como Chichikov no podría ser nunca un beato, sino el centro móvil de una fantasmagoría sin claves sociales ni religiosas. Esto da para mucho, pero la falta de espacio solo me deja lugar para preguntarle a los que leyeron el libro cuál es exactamente la estafa que pergeña Chichikov relacionada con el título y la compra de siervos muertos. En realidad no importa: la magia se trata de eso.