Mark Changizi es un estadounidense especialista en ciencia cognitiva y conocido polemista en las redes sociales. La semana pasada, a raíz del fallo de la Corte Suprema americana, Changizi tuvo dos o tres intervenciones muy ingeniosas alrededor del tema. Una fue una caricatura en la que un individuo con cara de perturbado se enfrenta a una máquina de votar en la que tiene dos opciones: una dice algo así como “El óvulo fecundado anula el derecho de la mujer sobre su cuerpo”. La otra es: “Hay derecho a abortar incluso a los nueve meses del embarazo”. Changizi comentaba que estas opciones son obviamente absurdas, pero que el debate se va polarizando hasta obligar a los ciudadanos a elegir entre posiciones extremas, propuestas por minorías intensas y radicalizadas, que se presentan como depositarias de la virtud, ya sea cívica, científica o filosófica. Quienes defienden el aborto sin condiciones y los que lo consideran siempre un asesinato, dice Changizi, intentan demostrar ante todo su propia superioridad moral.
Changizi apelaba luego a una paradoja muy conocida que tiene varias formulaciones, una de las cuales es la del montón de arena. Dice así: “Un grano de arena no forma un montón de arena, dos tampoco, pero si n gramos de arena no forman un montón, n+ 1 granos tampoco; por lo tanto, no existen los montones de arena”. Como los montones de arena existen, se trata de una falacia que deriva de la vaguedad del concepto “montón de arena”. Pero la misma idea se puede aplicar al embarazo: ¿cuál es el momento en el que el feto se transforma en una persona? Otro ejemplo vulgar pero elocuente de Changizi es el de la masa que se coloca en el horno y, al encenderlo, se termina transformando en una torta. Al principio, aunque la masa tiene todos los ingredientes, es simplemente una masa y no una torta, porque esta requiere ser cocinada en el horno.
Lo que Changizi quiere decir con estas metáforas es que “no sabemos cuándo o cuán gradualmente un feto se convierte en una persona”. Es un tema muy complicado, dice Changizi y estoy de acuerdo. Creo, además, que no se resuelve con una apelación a la vida o a la libertad, conceptos que también tienen su cuota de vaguedad. Pero, más allá de la posición personal (la mía es favorable al aborto con algunas limitaciones), lo que me preocupa es esa radicalización y la imposibilidad creciente de un diálogo entre los defensores de una y otra postura, no solo en este sino en otros temas. Dije algo así el otro día en el programa de radio de Jorge Fontevecchia y Guillermo Piro objetó, recurriendo a Pasolini (Piro siempre recurre a Pasolini), que no se puede hablar con todo el mundo. Intenté retrucar que una cosa es que uno decida no hablar con alguien y otra cosa es que una población esté dividida de tal manera que el paso siguiente a su mutua intolerancia e incomunicación sea la guerra.
Al día siguiente de este episodio leí un cuento temprano de Flannery O’Connor en el que un liberal no encuentra la forma de convencer a los racistas del pueblo y un amigo le dice que no hable con ellos. En 2002, se decidió que la racista era Flannery O’Connor y, para hacer justicia, un aula que llevaba su nombre en la universidad de Loyola fue rebautizada con el de una activista negra. La política de la cancelación de los impuros no es más que la guerra por otros medios.