COLUMNISTAS
La guerra de Gaza

Cómo criticar a Israel y no quedar como un idiota antisemita

Una reflexión a partir de las polémicas por la guerra entre Israel y Hamas, entre consignas huecas, falsedades y prejuicios en torno a un sangriento conflicto que también es un choque de propagandas y de relatos.

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Es muy raro ver a Jerry Seinfeld enojado en un escenario. El célebre comediante estadounidense es conocido incluso como uno de los mejores a la hora de domar hecklers (esos entrometidos que gritan cosas a los que están hablando ante un micrófono en un evento) durante sus shows de stand-up. Pero a mediados de este mes de junio en el Qudos Bank Arena en Sydney, en Australia, el creador y protagonista del sitcom “Acerca de nada” tuvo que controlarse para que no se le saliera la cadena: una persona que estaba entre el público lo interrumpió a los gritos de “Palestina libre”, “basta de genocidio en Gaza” y “Desde el río hasta el mar”. 

Los clips de la reacción de Seinfeld se hicieron virales y en ellos se puede escuchar la sorprendentemente atinada y tranquila respuesta del comediante y, al mismo tiempo, la ira en sus ojos. Quizá tenga que ver con el hecho de que Seinfeld visitó a fines de diciembre pasado el sur de Israel, recorrió uno de los kibutzim arrasados durante el ataque terrorista del 7/10 de 2023 y habló con familiares de los que siguen secuestrados por Hamas en la Franja de Gaza. Junto a su esposa Jessica, una reconocida activista pro-Israel, el actor pudo conocer en primera fila los vestigios del horror. 

Pero en Sydney pudo controlar el enojo, en gran parte, y le respondió con clase al militante propalestino que había llegado hasta el estadio donde brindaba su espectáculo. Comenzó demoledor: “¡Es un show de comedia, idiota! ¡Salí de acá!”. Y mientras el personal de seguridad se acercaba para retirarlo de la sala, continuó: “Tenemos un genio” entre el público, “señoras y señores. ¡Él resolvió el (conflicto de) Medio Oriente! ¡Son los comediantes judíos, a ellos tenemos que agarrar! Ellos son los que hacen todo” lo que causa las guerras. 

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Embalado, Seinfeld, de 70 años y que viene de estrenar la película Unfrosted en Netflix, le advirtió al manifestante solitario que estaban llegando los guardias para removerlo, así que “intentaré mostrar todo tu genio para que todos podamos aprender de ti”. Luego le dijo, irónicamente, que con su acción “realmente estás influenciando a todos aquí, estamos todos de tu lado ahora, porque expresaste muy bien tu punto y en el lugar correcto, viniste al lugar correcto para una conversación política”.

“Mañana en los diarios vamos a leer que el conflicto de Medio Oriente se resolvió en un ciento por ciento –bromeó–, gracias a un hombre en un estadio en Australia”.

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Antes de cerrar su reacción anti-heckler, dejó otra perlita: “Acá en Australia también tienen problemas, entre la población indígena y la población blanca”, recordó Seinfeld en referencia a los siglos de opresión ejercida por los colonizadores europeos que llegaron a Oceanía desde Europa. “Así que, quizá, pueda resolver el asunto si voy y arruino un show de (el comediante australiano) Jim Jefferies en Nueva York. Si esto (en Sydney) funciona, debería funcionar también (en Nueva York): hay que irse a 20 mil millas de distancia del problema y acosar a un comediante”, completó. 

Un episodio similar se registró pocos días después en Melbourne. Esa vez, en cambio, en lugar de un heckler fueron varios. Y el artista estadounidense volvió a ser ácido frente a los cantitos de “From the river to the sea, Palestine will be free” de los manifestantes en la sala. “Los extrañé”, bromeó, y les dejó una recomendación. “Creo que deben ir y decirle a quien dirige su organización: ‘Acabamos de darle más dinero a un judío’ (en forma de plata para las entradas al show)”. 

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Algo de contexto no debería afectar las hipótesis de este artículo: Jerry Seinfeld es judío, casado con una activista pro-Israel y seguramente la gran mayoría del público en los estadios australianos adonde se presentó pertenecía también a la tribu de Moisés y Abraham. Pero, a su manera, el comediante dejó varias lecciones válidas y muy útiles para aquellos sinceramente interesados y preocupados por la situación en Medio Oriente y por las periódicas tormentas de penurias que sufren los palestinos, tanto en la Franja de Gaza como en Cisjordania.

El conflicto, para empezar, no se resuelve a los gritos de “desde el río hasta el mar”, porque eso significa “liberar” la región antiguamente conocida como Palestina entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. En primer lugar, la zona entre el Jordán y el Mediterráneo, sobre cuyas aguas se mojan los pies los habitantes de Tel Aviv y de Haifa, fue concedida a los judíos en el plan de partición impulsado por las Naciones Unidas. En noviembre de 1947, el organismo internacional aprobó la división del territorio del entonces Mandato Británico de Palestina entre los judíos (unos 14.100 kilómetros cuadrados) y los árabes (cerca de 11.100 kilómetros cuadrados). 

¿Se imaginan qué lindo país tendrían los palestinos si las naciones árabes que rodeaban (y siguen rodeando) a Israel hubieran aceptado la partición en vez de marchar a la guerra contra los nuevos vecinos en 1948?

En segundo lugar, y en consecuencia, “liberar” Palestina “desde el río hasta el mar” significa, claro, sacar de ahí a todos los judíos. ¿Una convivencia como postulan los buenudos de la “solución de un Estado” para judíos y palestinos?

La historia también ofrece respuestas en este caso: desde los años inmediatamente anteriores y posteriores a la creación del Estado de Israel en 1948, una serie de pogroms en el mundo árabe se la agarró con los judíos locales que vivían allí desde hacía siglos, empujándolos violentamente a emigrar dejando todo atrás. Los descendientes de esos inmigrantes a la fuerza representan ahora algo más de la mitad de la población de Israel, los mizhrahim, los morochitos, los cabecitas negras israelíes

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Así que una Palestina “libre” desde el Jordán hasta el Mediterráneo significa eliminar a todos los judíos que viven en la zona. Y la solución de “un Estado para dos pueblos” es más o menos lo mismo. 

Con el estallido de la cruenta guerra en Gaza que siguió al salvaje ataque de Hamas en octubre del año pasado, árabes y judíos, israelíes y palestinos pusieron en marcha sus respectivas maquinarias de propaganda. Sacando las violaciones, asesinatos y otras barbaridades que los pistoleros islamistas llevaron a cabo en el sur de Israel y –en otro nivel que no se puede comparar– ciertos excesos de las fuerzas armadas israelíes, todos tienen algo de razón. Para los árabes, Cisjordania es territorio ocupado, y en eso tienen razón si nos atenemos a la misma resolución de 1947 que terminó abriendo las puertas a la fundación del moderno Estado de Israel. Esa región correspondía a los palestinos que vivían en el mandato británico, terminó en manos de Jordania y, luego de la Guerra de los Seis Días de 1967, bajo control israelí. Allí tendría que haberse construido el Estado palestino, pero también hay que recordar que parte de esa región, que para los judíos se trata de Judea y Samaria, son tierras bíblicas de la historia de los israelitas. 

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Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israe

Los palestinos y muchos árabes tienen otro nombre para Jerusalén, al-Quds, “la sagrada”, porque desde allí, dice la tradición islámica en el Corán, Mahoma subió al cielo montado en su caballo sobrenatural Buraq. Allí se encuentra, precisamente, la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca, el punto desde donde Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Dios junto al ángel Gabriel.

Esa bellísima cúpula dorada es, probablemente, una de las dos imágenes más famosas de la ciudad, junto al Muro de los Lamentos. Es que el complejo islámico se terminó de construir hacia el 692 de la era cristiana en el lugar donde se levantaba el Segundo Templo de los israelitas, el que fuera destruido y saqueado por los romanos en el año 70 y del que solamente quedan unos pocos restos, entre ellos esa viejísima pared adonde los judíos vamos a rezar cuando estamos en Jerusalén y los turistas dejan sus papelitos con pedidos y plegarias a Dios.

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Para agregar más condimento a esta ensalada religiosa, a unas cinco cuadras de la tercera mezquita más adorada por los musulmanes y de la zona del Muro de los Lamentos, la más sagrada para los judíos, se encuentra el Santo Sepulcro. Son unos pocos minutos caminando y se llega a la iglesia donde se atesora la tumba vacía de Jesús, el lugar donde el iniciador del cristianismo fue enterrado y resucitó. 

Las autoridades israelíes gestionan la seguridad general de estos lugares sagrados, aunque el control religioso de la Basílica del Santo Sepulcro está en manos de frailes franciscanos católicos (que comparten la propiedad del lugar con la Iglesia greco-ortodoxa y la Iglesia apostólica armenia). En el caso de la mezquita y el domo de la Roca, la zona está bajo las órdenes de un imán aprobado por la Autoridad Nacional Palestina y el gobierno de Jordania. 

 

Racistas y antisemitismo

Particiones, religiones, historias y arqueologías se confabulan para mostrar que el asunto en la Tierra de Israel o Palestina es bien complejo, con todas las partes agitando una parte de la verdad. Cuando se habla de los extremistas nacionalistas o religiosos judíos antiárabes (como los actuales ministros Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich), se puede apuntar con claridad que también se trata de personajes racistas. Pero, cuando un dirigente, activista o simpatizante palestino o propalestino habla de una liberación “desde el río hasta el mar”, el veredicto no se puede esquivar: antisemitismo.

Siguiendo con el baño de realismo, nunca está de más recordar que los palestinos no se van a ir de la zona, y tampoco lo harán los judíos (ni tienen por qué hacerlo). Al menos no va a ocurrir sin algún tipo de explosión nuclear (literal). Así que, al momento de abordar el tema “a miles de kilómetros de distancia”, como describió Seinfeld, una breve guía para hablar del conflicto o criticar a Israel con buenos argumentos sin quedar como un idiota antisemita puede ser útil para los interesados en el tema. A menos que, obviamente, sea en efecto un antisemita y se la banque

Un buen punto para empezar es la historia del sionismo en las primeras décadas del siglo XX. En aquellos años, líderes de izquierda como David Ben-Gurion, o un poco más a la izquierda, como Ber Borojov, tenían un sueño, que era un sueño muy laico: un país para los judíos que fuera igual a todos los demás países del mundo. Borojov, un teórico marxista, veía el regreso de los judíos a su tierra ancestral como parte de un proceso de lucha de clases, pensaba que, con un territorio propio bajo sus pies, los obreros hebreos podrían llevar a cabo la revolución, con la participación, por qué no, de los trabajadores árabes. 

Ben-Gurion, menos radical, resumía su visión de un país “normal”, donde los judíos no fueran los desclasados masacrados periódicamente en Europa sino gente común y corriente, con una imagen divertida pero extremadamente poco políticamente correcta para la actualidad. El prócer decía que Israel iba a ser un país ordinario cuando las prostitutas fueran judías y los ladrones también, al igual que el policía que los persiguiera. 

 

Israel nunca pudo ser un país normal

¿A qué viene esto? A que Israel nunca pudo lograr ser un país “normal” hacia afuera, a pesar de tener sus ladrones, prostitutas, policías, soldados, abogados, futbolistas y lo que sea, judíos y judías. El país, probablemente a causa del milenario antisemitismo que nunca se termina de quitar de la cultura occidental y cristiana, atrae una atención desmedida en relación con su tamaño y su impacto global.

Posiblemente suene a propaganda proisraelí, pero es una cuestión de números y metraje: la cantidad de noticias sobre la guerra en Gaza supera por lejos el volumen de artículos referidos a la invasión rusa a Ucrania, el conflicto en Siria, la represión étnica en China o la campaña de violencia contra las mujeres en Irán.

Cuando estaba terminando la guerra de Gaza de 2014, conocida en Israel como operación Margen Protector, un excorresponsal de la agencia estadounidense AP publicó un largo artículo en la revista judía, también estadounidense, Tablet, compartiendo detalles de sus tiempos como enviado en Jerusalén. Son historias parecidas a muchas otras que los periodistas conocen desde hace tiempo. Este reportero, quien escribe, escuchó ocasionalmente comentarios similares de corresponsables en Israel de otras grandes agencias. 

“Cuando era corresponsal de AP, la agencia tenía más de cuarenta empleados que cubrían Israel y los territorios palestinos”, señaló el canadiense Matti Friedman en la nota de Tablet. “Eso era significativamente más personal de noticias que el que tenía AP en China, Rusia o India, o en los cincuenta países del África subsahariana juntos”, precisó. “Era superior –remarcó– al número total de empleados de redacción de noticias en todos los países donde finalmente estallaron los levantamientos de la Primavera Árabe”.

Friedman –reportero y editor de la Associated Press en Jerusalén entre 2006 y 2011– relató varios casos en los que sus editores en Estados Unidos despreciaban posibles reportajes sobre problemas sociales y políticos desde Gaza y favorecían, en cambio, masivos informes sobre los casos de corrupción en Israel. 

Es una tendencia que ya articuló muy bien el famoso Thomas Friedman en su libro From Beirut to Jerusalem, editado originalmente en 1989 y fundamental para entender mejor este conflicto. Friedman, uno de los primeros en dar a conocer al mundo la tremenda matanza de palestinos en Sabra y Shatila a manos de las milicias cristianas de la Falange Libanesa en 1982 (con las fuerzas de ocupación israelíes mirando hacia otro lado), le dedica un capítulo completo al tema de la desproporción de las coberturas periodísticas sobre Israel. 

El columnista del New York Times, a quien no se puede señalar como un fan del gobierno de Netanyahu, subraya en el libro que “no existe una respuesta única o sencilla para esta cuestión”, y opina que “el alto perfil de Israel en la prensa occidental es el resultado de una combinación de factores, algunos de ellos históricos, otros culturales o psicológicos y también políticos, mientras que otros tienen que ver con cómo Israel se muestra al mundo”. 

Netanyahu cada vez más solo

Las noticias desde Israel, continúa, “no son solo intuitivamente familiares para el oído occidental sino también intuitivamente relevantes”. ¿Por qué? Se trata, al fin y al cabo, del país de los judíos, de la editorial que produjo la Biblia, y “el moderno Israel no es visto por la mayoría de los cristianos como un país nuevo o una nueva historia, sino como la moderna extensión de una nación muy vieja y un drama muy viejo que involucra a Dios y al hombre”.

Desde un punto de vista más terrenal, Friedman comentaba –en un tono similar al que usaría el otro Friedman, el periodista canadiense, muchos años después– su asombro, ya a fines de los 80, ante el “extensivo foco en las golpizas, arrestos o disparos” de los soldados de las FDI contra los palestinos en comparación con “otras historias periodísticas contemporáneas y similares”. Ese contraste, estimó, ya era “obviamente desproporcionado”. 

Es algo que se puede apreciar durante la actual guerra, que coincide con el conflicto entre Rusia y Ucrania, pero que supera ampliamente en cobertura a las barbaridades que las tropas de Moscú están cometiendo en el territorio invadido, incluyendo casos de secuestros y “adopción” de niños documentados por fuentes confiables, entre otros episodios de violaciones de los derechos humanos. 

Según estimaciones de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), solamente entre el 24 de febrero de 2022, cuando arrancó el ataque de la Federación de Rusia, hasta el 24 de septiembre de 2023, se registraron al menos 9.701 muertos civiles en Ucrania.

No hay manifestaciones en los campus de las universidades estadounidenses para denunciar la matanza de civiles ucranianos a manos de las fuerzas de Putin. 

Precisiones. Quizás haga falta aclarar que la muerte de un solo civil, de un niño o una niña en Ucrania o en Gaza ya es un desastre. Pero en la cruel lógica de la guerra estos números también cuentan, al igual que su utilización política y mediática. 

En el caso de Gaza, los medios occidentales publican como ciertos los números de muertos por las acciones israelíes ofrecidos por Hamas. Muy pocas veces incluyen datos precisos sobre combatientes, una cuestión sugestiva si se tiene en cuenta que Hamas es un ejército muy bien armado y organizado que cuenta con divisiones, batallones y oficiales entrenados de distintos rangos. 

 

Lo que importa son los civiles

Igualmente, lo que importa son los civiles, muchos de los cuales mueren al ser usados como escudos humanos por los militantes islamistas. En mayo de este año, cuando el lamentable saldo de muertes en el enclave palestino ya superaba los 35 mil, la ONU tuvo que salir a corregir la proporción de mujeres y niños entre los fallecidos por la violencia bélica. No era un 69 por ciento, sino un 52 por ciento. 

Es un punto de partida para seguir repasando los elementos de odio étnico, religioso y nacionalista que manchan este conflicto: 

No, no es un genocidio. Las acciones de las FDI son a menudo brutales y niños y mujeres quedan bajo fuego. Pero un genocidio es un plan claramente estipulado para eliminar a todo un grupo étnico. Hay algunos lunáticos en Israel que gritan “muerte a los árabes”, pero son un pequeño grupo de descerebrados que, incluso si llegan al poder, como el caso de Ben Gvir, tienen que calmarse y adaptarse a las reglas de la civilización. 

Desde que Ariel Sharon devolvió Gaza a los palestinos en 2005, a ningún gobierno israelí se le pasó por la cabeza retomar el control completo de la franja sobre el Mediterráneo. 

En Israel no hay apartheid. Cualquier israelí árabe tiene el camino abierto para convertirse en lo que quiere, desde futbolista en la selección a abogado o juez o millonario vendedor de falafel y shawarma. Es cierto que existe el racismo interno, pero no es diferente al que se registra en otros países. Porque, ¿cuántos negros multimillonarios de verdad hay en Estados Unidos? ¿Cuántos morochos argentinos acceden a los pasillos más selectos del poder y las altas finanzas?

La ocupación es otra cosa, y un blanco genuino de críticas a Israel. Cisjordania y Gaza son un verdadero clavo geopolítico que el país adoptó cuando estaba borracho de arrogancia después de haber vencido a una formidable coalición de ejércitos árabes en junio de 1967. La generación de próceres como Golda Meir y Moshé Dayan pensó que existe algo parecido al “colonialismo bueno” y que podían controlar a los palestinos varados en los territorios de los que alegremente se desprendieron Egipto (Franja de Gaza) y Jordania (Judea y Samaria).

El paso del tiempo demostró que no se puede sojuzgar sin consecuencias a otro grupo nacional. Peor todavía, las FDI dejaron de ser el ejército cool que repelía a los que querían destruir a los judíos y se convirtió en una fuerza policial de control y represión. La expansión de las colonias judías en Cisjordania, aun cuando se ejerce en zonas bíblicas, también es un punto negro en la conducta del país y un proceso merecedor de críticas. Para el objetivo de esta nota, es una buena idea diferenciar el trato del gobierno y las fuerzas militares de Israel hacia los árabes israelíes, considerados compatriotas en prácticamente todos los niveles, y los árabes de los territorios ocupados, víctimas de habituales despojos, maltratos, humillaciones y violencias.

Para aquellos interesados en profundizar en estos temas y encontrar argumentos sólidos y valiosos para poner en tela de juicio las acciones del gobierno israelí sin apelar al antisemitismo ni a dobles varas, las mejores fuentes suelen ser medios de... Israel. Olvídese de Al Jazeera (para entender su verdadera línea editorial basta con abrir su edición en árabe, poner el traductor, y leer las notas llenas de versiones dudosas y odio) e informarse con el diario Haaretz, que tiene una versión en inglés.

Más duros todavía son portales como +972 Magazine, con base en Tel Aviv, donde se pueden leer desgarradoras historias de víctimas de los ataques de las FDI en Gaza reportadas por periodistas israelíes y palestinos, y sitios como el del grupo de derechos humanos, también israelí, Btselem, que, aunque habla de apartheid y otros temas discutibles, siempre fue una buena fuente de las tropelías cometidas por los colonos judíos en Cisjordania.

Finalmente, se sugiere evitar concienzudamente referirse al gobierno de Israel como “el gobierno de Tel Aviv”. El Ejecutivo, el sistema judicial nacional y el Parlamento, la Knesset, están en Jerusalén occidental. El gobierno de Israel tiene su sede en Jerusalén y de ahí no se va a mover. El “gobierno de Tel Aviv” no está encabezado por Netanyahu sino por el alcalde Ron Huldai, un dirigente del Partido Laborista, en las antípodas del derechista Likud de Bibi. Cualquier artículo que incluya una referencia al “gobierno de Tel Aviv” y no esté hablando de Huldai o de las playas de la ciudad sobre el Mediterráneo demuestra prejuicio y parcialidad por parte de quien lo escribió.

Desde aquí les deseamos buenas futuras discusiones sobre el conflicto entre Israel y los palestinos (mechadas con otras sobre Rusia-Ucrania, las matanzas en Siria o la situación de los nativos americanos en Estados Unidos, por ejemplo), con buenos argumentos y nada de antisemitismo, sin olvidarse nunca de los rehenes en manos de Hamas y esperando que ya no haya más muertos civiles en Gaza.

LT