En 2016 el congolés Alain Mabanckou dictó una conferencia en el Collège de France hablando del enorme parecido que tienen todas las tapas de libros que hablan de África: muchas reproducen atardeceres o amaneceres en la sabana, con colores amarillos o naranjas, y alguna que otra figura casi siempre a contraluz, animales salvajes o incluso personas, de las que raramente es posible divisar los rasgos. Extrañamente (en realidad no es tan extraño) es algo que se aplica a cualquier libro sobre África publicado en cualquier lengua.
La intervención de Mabanckou en el Collége de France se hacía eco, a su modo, un poco improbable, de un famoso texto aparecido en un número de la revista británica “Granta”, en 2005, de Binyavanga Wainaina, muerto en 2019 a los 48 años. El texto llevaba por título “Cómo escribir sobre África”, y daba una serie de instrucciones para escritores de crónicas, novelas, periodistas y trabajadores humanitarios, desbordando ironía, pero también cierta perplejidad y, lateralmente, también cierto desprecio, a la hora de hablar sobre el “continente negro”. Según Binyavanga, toda representación exótica deriva del inconsciente colonial, y si el objetivo es dar siempre la impresión de algo muy africano, adhirendo al repertorio del cliché para asegurarle al lector que la aventura que espera va a encontrarla allí, en ningún escrito sobre África debería faltar en el título determinadas palabras clave, como “África”, “ébano”, “negro”, “zafari”, y en el subtítulo otras como “Zanzíbar”, “zulú”, “Congo”, “Nilo”, “gran”, “cielo”, “sombra” o “antiguo pasado”. Sin contar con otras palabras útiles, como “guerrilla”, “sin tiempo”, “primordial” y “tribal”. “No olviden poner en el libro a la mujer africana desnutrida que vaga semidesnuda por el campo de refugiados esperando la caridad de Occidente”, decía Binyavanga; los personajes africanos “deben ser pintorescos, exóticos, excesivos, pero vacíos por dentro”. Ese texto le valió a Binyavanga el título del más grande escritor satírico en lengua inglesa del África postcolonial, una especie de Jonathan Swift, pero gay y de color.
El gran destinatario velado de aquel artículo era el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski, la “bestia blanca”, que según Binyavanga era el más capacitado para convertirlo de inmediato en un negro enojado. En su libro “Ébano”, el polaco había deslizado frases que lo convertían en un racista de manual, o mejor, en un racista clásico, al estilo Rider Haggard, del tipo: “el temor de la venganza está profundamente radicada en la mentalidad africana”; “los africanos creen que el mundo está impregnado de una misteriosa energía que corre secretamente”; “los africanos comen una sola vez al día, de noche”; “los conductores evitan viajar de noche: la oscuridad los inquieta; le tienen tanto miedo que a menudo se niegan a conducir después de la puesta del sol”. Es decir, en palabras de Binyavanga, “un mundo siniestro, extraño, sin voz, hecho de gente de piel oscura que hace cosas extrañas, sin voz y oscuras”.
En un artículo puiblicado en el “Mail & Guardian”, Binyavanga contó que acudió a fiesta en Nueva York donde se esperaba la llegada de Kapuscinski. Él quería aprovechar la ocasión para confrontarlo, para escupirle en la cara todo lo que pensaba de él, pero Kapuscinski no apareció. Para consolarse, Binyavanga se vació un martini, dejó la copa, tomó otro y se aproximó a Salman Rushdie: “Estaba de pie junto a Rushdie en persona, bastante nervioso. Entonces le pregunté por qué habían invitado a un escritor racista como Kapuscinski”. Pero hasta Rushdie podía identificar de inmediato a un africano nervioso y borracho, de manera que tomó distancia y dejó a Binyavanga solo, o mejor dicho acompañado de su martini.
Binyavanga se puso entonces a recitar de memoria una de las citas antológicas del polaco, esa que dice: “Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos ‘África’. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe”. Pero por suerte los martinis sí, habrá pensado Binyavanga.