Mi cita favorita la pronunció un ruso que creía en la posibilidad política de cambiar el mundo (me reservo el resultado) y dice así: “La teología es una disciplina sin objeto”. Por supuesto, se refería a la imposibilidad de que esta ofrezca pruebas fehacientes de la existencia de Dios. En su materialismo, habría sido capaz hasta de pedir pruebas palpables, la materialidad y mensurabilidad de los atributos divinos, sin percatarse de que su propia afirmación es –simétricamente– tan falsa como la negación. Salvo como acto de afirmación verbal (oral o escrito), nadie puede ofrecer pruebas de la inexistencia de Dios y nadie puede ofrecer pruebas de su existencia.
Pero la teología, como cualquier otra disciplina, da prueba de su objeto en su propia existir per se, como objeto e invención en sí misma, por la vía de su continuidad, de su elaboración, de sus catedralicios sistemas, edificios de lenguaje por los que en algunos casos se vive y muere. En todo caso, que sea un objeto conjetural y convertido en sujeto de todas las predicaciones lo que se va convirtiendo en el centro de la existencia de masas crecientemente pauperizadas y sin esperanzas, no es más que otro de los misteriosos asuntos pasibles de interpretación.
Paradójicamente, tengo para mí que la mayoría de los mortales que proclaman su fe en la existencia de divinidades invisibles y supraterrenas, en el fondo descreen de la existencia de un dios único o de dioses múltiples, porque, pese a las esgrimidas promesas de paraísos de ultratumba comunes a todas las religiones, y que se tienen por consoladoras y reparadoras y superadoras de los infortunios de la tierra, no hay quien deje de lamentar la desaparición física de un deudo o de cualquier ser querido. Se llora la muerte de papas, imanes, maestros espirituales, gurúes, líderes de sectas, sacerdotes, estrellas de rock, amigos, parientes, vecinos; la sospecha (y el temor) es que, más allá de los banderines de la fe, nada nos espera del otro lado.
A la inversa, es dable presumir un grado de desesperación en los fanáticos que entregan su vida por alguna causa religiosa: la intuición de que nada los espera, la esperanza de que con su inmolación pueden acelerar el proceso de averiguarlo.