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Carnicerías

Vi “El patrón”: un carnicero analfabeto maltratado por su despótico jefe. Después de verla no pude comer carne por varios días: los trucos del patrón para sacarse de encima lo que le va quedando en el mostrador son nauseabundos.

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| marta toledo

Llego a la carnicería a última hora de la noche. Detrás del mostrador, mientras una limpia la máquina de picar carne, la otra va vaciando las vitrinas, la tercera atiende a las clientas tardías como yo, las muchachas escuchan canciones románticas en la radio, cantan bajito mientras trabajan, la que lleva las bandejas cargadas hasta la cámara vuelve meneándose y cuando pasa al lado de la amiga le toca el cuello con la mano helada. La canción se mezcla con el chillido y las risas y enseguida con el ruido de la sierra eléctrica cortando el hueso de mis costeletas. No sé adónde habrán ido los dos varones, pero hoy el local es de las chicas. Son paraguayas y jovencitas, tienen las uñas largas, pintadas de colores vivos, aros en las orejas y una gorra con visera que les mantiene sujetos los cabellos largos.

En mi pueblo también había una carnicera, la única mujer en ese oficio generalmente de hombres. Le decían La Rubia (creo que el negocio también se llamaba así). Era imponente, siempre arreglada, con el delantal sin una mancha. Mi familia no compraba allí porque vivíamos en otro barrio, pero su hija era compañera mía en el secundario y a veces pasábamos a buscarla para ir por ahí y mientras la esperábamos (la casa quedaba al lado de la carnicería) pegábamos la cara al vidrio para mirar cómo trabajaba: la cuchilla espejeaba entre sus manos, la luz de los fluorescentes rebotando en la hoja. El local siempre estaba limpio, los pisos olían a Pinoluz, nunca había olor a sangre ni a carne, nunca una mosca. Parecía un quirófano.

Hace unos años, algún domingo antes de las plataformas, en la época del cable, tal vez en Volver, vi Los días que me diste, ese peliculón con Inda Ledesma y Arturo Puig. Una mujer de cuarenta y pico, pero en los setenta, esposa, madre y ama de casa rodeada de varones (hijos, marido) que no le prestan la menor atención, que devoran todo lo que pone a su alcance y no le dan ni las gracias, se enamora del joven carnicero del mercado. No solo se enamora sino que es correspondida. “No se puede ser bueno si no se es feliz”, dice en un momento acurrucada entre los brazos del muchacho. Ahora busco y encuentro algunas críticas de la época, no son elogiosas, tal vez cierta resistencia a aceptar una historia no solo de infidelidad femenina sino en la que ella le lleva varios años a él. No me acuerdo cómo termina, pero estoy casi segura de que tiene un final triste. El alivio del amor dura poco, como una lluvia de verano. Más acá en el tiempo, vi otra peli que se llama El patrón: un carnicero analfabeto maltratado por su despótico jefe. Después de verla no pude comer carne por varios días: los trucos del patrón para sacarse de encima lo que le va quedando en el mostrador son nauseabundos. El título, la crueldad del que manda, me hicieron acordar a esa hermosísima canción de Zitarrosa (¡y cuál no!): “Patrón, si esa sombra en luz estalla y ve que avanza,/ como una aurora, en su garganta,/ patrón, se le vuelve daga,/ ese es su peón”. La película está basada en una historia real, la de Hermógenes Saldívar, un hachero santiagueño que se muda con su esposa a Buenos Aires y encuentra trabajo en una carnicería, donde es tratado como un esclavo hasta que asesina a su patrón.

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