La fúnebre ficción de alegría con que los más preclaros integrantes del Gobierno monigotearon el ingreso del país en un nuevo ciclo de endeudamiento primero nos hizo acordar a ciertas tétricas representaciones de Goya; luego, por arte de birlibirloque de la memoria, se nos ocurrió que si puede pensarse la historia de la pintura como la historia del dinero que el pintor tiene que ganar para sobrevivir y seguir pintando, también podría leerse la historia de unos cuantos gobiernos como la historia del modo en que sobreviven mientras buscan cómo seguir fugando el dinero de sus habitantes. En todo caso, nos acordamos del insigne Canaletto.
Como todos sus colegas del pasado y del presente, Canaletto, que el 19 de octubre de 1697 nació Giovanni Antonio Canal, tuvo que aprender cómo arreglárselas para vender sus pinturas. Sus compradores o contratistas fueron el arquitecto naval Esteban Conti, el mercader inglés Mac Swiny (que a su vez le transfirió lo adquirido al duque de Richmond), luego pasó a manos de un mercader inglés apellidado Smith, claro seudónimo de un agente de la corona británica al que homenajea la película Matrix.
Aquí comienza una novela, la del pintor espía que recorre su país pintando lagos, ríos, mares, canales, en beneficio de Inglaterra, una isla que se piensa como imperio de los reinos terrestres y acuáticos (“Hola, teléfono para Trump, no inventaste nada nuevo”). Aquí comenzaría una novela si pudiéramos escribirla. Lo que es seguro es que sus paisajes venecianos empiezan a ocupar, a ritmo creciente, las paredes de las mansiones nobiliarias inglesas, entre ellos una serie de veinticuatro vistas encargadas por el duque de Bedford. Si pudiéramos visitar las oficinas del M I 5, no nos sorprendería encontrar en alguna los treinta y un grabados al aguafuerte y las trece sobrepuertas que le encargó el tal Smith, aunque es probable que al menos una se encuentre hoy en el castillo de Windsor, debido al infatigable trabajo de latrocinio de la corona británica, que cuando no piratea en el resto del planeta obedece al impulso de autofagocitarse. En cualquier caso, los paisajes de Canaletto, más que una investigación sobre los milagros de la perspectiva revelan el acucioso deseo de simular que las geometrías rígidas de una edificación que se aguza apuntando al cielo son el esqueleto visible de una ciudad abstracta, la que vuelve a la frágil lacustre de Venecia una fortaleza invulnerable. Ilusión perfecta para una ciudad y traslaticiamente para un país que se hunde en medio del revuelo de palomas y palometas.