Por azar, vivo en una casa que tiene más de cien años y está a la venta. Jamás la hubiese elegido. De dudoso estilo Tudor y con las gloriosas ínfulas de principios del siglo XX, se marchita bajo techos tan altos como para que, parados uno sobre el otro, dos tipos altos no lleguen a tocarlos, oscura y helada en la enormidad de sus ambientes. Ideal para un cuento tenebroso de Mariana Enríquez. La excepción es la cocina, diminuta en proporción porque, en las casas como esta, la señora no entraba a los magros dominios de la mucama. También hay un bañito de servicio, que se suma a los dos principales, tan clausurado como mis posibilidades de pagar personal doméstico con cama. Aunque en la infancia viví en casas así dada la inclinación de mis padres por todo lo que huela a antiguo, a los 19 años entré en la cultura monoambiental propia de mi generación, cuyos sueños más desaforados no pasan del PH. Que no haya sido la decisión personal lo que me trajo a un espacio desmesurado cuya venta se presenta como inverosímil, dada la crisis que el Gobierno niega pese a la evidencia, me hace pensar en la predestinación, en esos giros de la vida que parecen puestos para mostrarnos algo.
El patio linda con un geriátrico cuya existencia me hizo pensar, no bien me mudé, en que el clima enfermo de El inquilino y El bebé de Rosemary iba a ir apoderándose de mi vida, pero, con los jueves de karaoke que se organizan para entretener a los viejitos, ocurrió lo inesperado. Esos tangos, boleros, coplas, cumbias viejas, todos cantados con voces resquebrajadas, pasaron de ser una imposición molesta a una suerte de juego con el tiempo. Cada semana a la misma hora del mismo día, los cantos preanuncian el viernes, oficiando de reloj: por ellos sé que es jueves a la tarde (a veces me pierdo y no sé en qué día estoy, algo propio del freelancer). Además, cuando entonan algo que conocí por abuelos u otros antepasados, ¡conecto con lo ancestral!
Voy aceptando que, en unas décadas que pasarán volando, si esta casa continúa sin venderse porque el país no sale de su estado comatoso, voy a efectuar la mudanza más corta de mi vida, hacia la propiedad de al lado. Una pena que, al estar en planta baja, arrojarme al vacío, como los personajes de Polanski, no sea una opción.