Querido Enzo, sin saberlo, me diste hace un mes una alegría tremenda. Me escribiste: “Me gusta buscar cosas antiguas en la red y me encontré con el primer artículo de este blog.... Hoy, veinte años después, sigue activo. ¡FELICITACIONES!”.
Yo venía embriagado con la presentación de mi libro Clases, al que caracterizaba “bello, como todo veinteañero”. Y vos venías a recordarme que había otro veinteañero en mi vida, mi blog Linkillo, cosas mías. Claro que, en la perspectiva de la historia de la técnica, veinte años es la edad de las “cosas antiguas”.
Según uno de los contadores de visitas, Linkillo tuvo hasta finales de marzo pasado 3.100.000 lectores o visitantes (un promedio de 155 mil por año). El contador anterior, que ya no existe, daba por lo menos un millón más, pero a quién le importa.
El 20 de enero de 2005 publiqué un texto cuyo título respondía a la pregunta: “¿Por qué empezaste a llevar un blog?”. Y después, el 1º de febrero de 2005, asocié la forma blog con aquello que había propuesto Hoffmannstahl en su Carta de Lord Chandos de 1902: una colección de apophthegmata, es decir, “cuantos apuntes particularmente memorables lograse cosechar en el curso de mi trato con doctos varones e ingeniosas mujeres de nuestra época, o con gente notable del pueblo y de personas ilustres encontradas durante mis viajes; a todo ello deseaba enlazar bellas sentencias y reflexiones de las obras de los clásicos y los italianos, así como otras galas del espíritu descubiertas en libros, manuscritos y conversaciones; y en seguida el programa de fiestas y representaciones especialmente bellos, la descripción de crímenes raros y casos de delirio”.
El blog, querido Enzo, fue mi límite: nunca quise cruzar la frontera hacia las redes sociales (que detesto profundamente porque muestran de una manera muy escandalosa la decadencia de la humanidad).
Bello como todo veinteañero, mi blog funciona con la lentitud de las cosas viejas. Tiene 629 seguidores, algo que (en término de redes) es nada. Y sin embargo...
Seguir con mi blog equivale al impulso de una señorita del siglo XIX, que buscaba razones para no suicidarse.