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Batallón

Una novedad que me encuentro mientras escribo estas líneas y googleo es que también tienen una tienda online. Entro a curiosear y ahí están exhibidos muchos de los objetos que vi, toqué y merodeé hace unos días.

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| marta toledo

En una época iba bastante seguido al Ejército de Salvación, en Pompeya. Me gusta mucho el barrio, ese aire conurba que lo aleja de la Capital y lo deja más cerca del otro lado del puente Alsina que de este. Las casas bajas, las calles con algunos adoquines, los galpones, las parrillas en las veredas, el olor a carbón y a carne cocinándose en las brasas. Sobre todo me gusta Pompeya esos días de invierno, gloriosos de sol, mejor un sábado cerca del mediodía. El mejor momento para darse una vuelta por el Ejército de Salvación.

Los precios son distintos a la última vez que estuve, antes de la pandemia. Ahora se parecen más a los precios de los anticuarios que a un mueble que podría comprar alguien que trabaja en la informalidad. La ropa y el bazar, en cambio, mantienen sus precios accesibles. Durante años fui una clienta bastante asidua: allí compré un hermoso sofá de pana verde del que todavía sobreviven algunos almohadones y un apoya pies; las sillas del comedor; una mesita de living con un diseño japonés que fue a parar a no sé dónde pero el recuerdo sigue fresco; unas cazuelas de barro; copitas; una fuente Pirex… ropas varias que casi nunca usé y volví a donar. Me acuerdo de un blazer de terciopelo azul, ese sí me lo puse una o dos veces, la primera metí la mano en el bolsillo y tenía doblado un pañuelo blanco bordado. Vestidos que pensaba arreglar porque las telas eran lindas aunque me quedaran demasiado grandes. Alguna cartera. Zapatos nunca, me da impresión ponerme zapatos ajenos. Es raro, yo que siempre hablo de ponerse en los zapatos de los demás… pero siempre me imagino que son zapatos de un muerto, de una muerta, y entonces ahí, sin llegar ni siquiera a probármelos, siento que los dedos de los pies se retraen adentro de mis zapatillas.

Por más que no compre nada me gusta recorrer el espacio, encontrarme de pronto con uno de esos espejos con borde de metal haciendo rulos que siempre quise tener en mi habitación de adolescente o el par de patines que le envidiaba a la Mariela. Un sillón de mimbre igual al de la tapa de un disco de Julio Iglesias, igual a uno que tenía la tía Liliana. Unas botas de caña alta, blancas, con taco, como las que usaba una novia de Luisito en una foto del álbum familiar. El plato Durax color caramelo que, decía la publicidad, duraba toda la vida pero que, si alguna vez se iba contra el piso, estallaba en tantos pedacitos que ya era imposible volver a unirlos.

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Una novedad que me encuentro mientras escribo estas líneas y googleo es que también tienen una tienda online. Entro a curiosear y ahí están exhibidos muchos de los objetos que vi, toqué y merodeé hace unos días. El e-commerce también ha penetrado a la caridad. Sin embargo, si van, verán que las personas que atienden en el galpón de avenida Sáenz son atentas y amables como buenos soldados de Cristo. Siempre me pregunto de qué infiernos se habrán salvado, quiénes serían antes, con qué demonios deberán seguir luchando para permanecer en estas huestes. Hay una película muy hermosa de Aki Kaurismaki, Un hombre sin pasado: un tipo que perdió la memoria, vive en un contenedor vacío en el muelle de la ciudad y se enamora de una mujer que sirve la comida a la larga fila de otros como él en el Ejército de Salvación.