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Basura nuestra de cada día

Residuos 20240823
Imagen ilustrativa | Basura | Unsplash | Gary Chan | gary_at_unsplash

Semana difícil. De cielo en contra. Nubes bajas, grises, viento inhóspito, humedad. Salir a la calle se volvía una proeza. Días así deberían ser suficiente justificativo para faltar al trabajo. Con certificado de mal tiempo, buena cara si en la cama. Por otra parte, ¿dónde quedó el refrán de la canción, “el sol siempre está”? ¿Aunque no lo veamos? Peor si pensamos en otro, “el sol sale para todos”. Claramente, no está saliendo para todos. Y menos para todas. Y ya no estoy hablando del cielo. La Tierra se está poniendo bastante oscura. La confusión es cada vez mayor, la impunidad es la verdadera motosierra, la inequidad, ni qué hablar. Y para seguir con frases célebres, apelo a aquellas que persisten en boca de muchos, me refiero a la Biblia, más precisamente al Evangelio según San Mateo (maravillosamente reinterpretado por Piero Paolo), cap. VI, 11 “Danos hoy el pan nuestro de cada día”. ¡Pan todos los días! El sol se fue por una semana, el pan está cada vez más lejos.

Sol y pan. Medida vital de nuestros días.  Dupla imbatible.

Veamos lo que vi. Ayer andaba por la calle Güemes –prócer dign–, cuando aparecieron unas piernas saliendo de un conteiner de basura. La posición era tan insólita que lo primero que me produjo fue admiración. Cómo lograba sostenerse la persona que estaba sumergida en aquel hueco insondable. No lo entendía. Mientras me acercaba, alcancé a vislumbrar el pataleo que requería mantenerse en equilibrio. Unas zapatillas desatadas y un jean era todo lo que sobresalía. Veía pasar a la gente que lo miraba de reojo, y supuse que ninguno hubiera osado lanzarse con tanta habilidad en la boca de la basura. Conmovida por el acróbata de la calle Güemes, me detuve a unos pasos. No era un número de circo, pero me remitió al cuento de Kafka Un artista del hambre.  En este caso era al revés. A diferencia del personaje dispuesto a exhibir su sacrificio, la persona real atravesaba la indigencia con insólita audacia.

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Fueron algunos minutos. Y el pataleo cesó.

Tiempo de Cortázar

Entonces se las ingenió para hacer marcha atrás, sirviéndose seguramente de las paredes engrasadas del conteiner o de alguna basura más rígida donde pudiese apoyar sus manos, expulsando así la parte inferior de su cuerpo para volver a hacer pie en la vereda.

No esperaba ese rostro. Imaginaba un joven entrenado en el ejercicio de la basura, musculoso por necesidad, y me encontré con un hombre mayor, cuyas piernas ágiles y flacas llamaron mi atención. En sus manos sucias –o más limpias que ninguno…– llevaba un par de zapatos y una lata, probablemente vencida. Se sorprendió al verme sorprendida. Lo felicité por la agilidad, y se le iluminaron los ojos. Fuimos juntos a comprar un vino. En el camino, me fue contando anécdotas de algunos de sus hallazgos. Al despedirse, me miró risueño, encogiéndose de hombros. Entendí que no me podía dar la mano en esas condiciones. Nos saludamos como niños, desde lejos. Lo miré de espaldas, erguido, con los zapatos y el vino en la mano; la lata estaría en un bolsillo. Me viene ahora otro versículo del Evangelio citado, en el mismo capítulo: “La luz del cuerpo es el ojo; así que si tu ojo fuere sincero, todo tu cuerpo será luminoso”. Así lo vi.