Si retrocediéramos en el tiempo unos ochenta años, el señor Guillermo Piro habría publicado un aviso en las sociales de La Prensa para informar a sus amistades que ha emprendido un viaje a Europa que durará varios meses. Pero en esta época en la que se han perdido las buenas costumbres, me entero gracias a un mail laboral del señor Alejandro Bellotti, el otro editor de este suplemento. De todos modos, antes de irse, el señor Piro dejó publicado su último libro, Ochenta posiciones, cuyo título no se refiere a las del Kama Sutra, sino a una selección que el señor Diego Zappa hizo de las columnas del señor Piro en este mismo suplemento.
Piro es un personaje único por varias razones, entre ellas su productividad en varios rubros relacionados con las letras como la edición, la traducción y la escritura, tareas que parece realizar en sus ratos libres. Pero lo que de verdad lo hace único es la calidad de su producción y que esa calidad no sea tan reconocida como uno supone que merece, a pesar de que hay una coincidencia generalizada en que lo suyo es de primera.
Desde la asombrosa Versiones del Niágara (2000), un libro que reúne las impresiones de distintos viajeros a las famosas cataratas, todo lo que leí suyo me impresionó por su originalidad, su agudeza y su elegancia. Además, Piro es un personaje de manías y eso le agrega singularidad. Una de ellas es su devoción por Casanova. Y no solo por las famosas memorias, que creo que Piro sabe de memoria. Hace poco tiempo, creó con el citado Zappa una editorial para poder publicar los diálogos filosóficos del Cavaliere con Dios. Pero esa obsesión de Piro es parte de otra mayor, que es su admiración por todo lo que sea italiano, especialmente su lengua y su cultura. En un medio literario que supo ser francófilo y ahora es anglófilo, Piro es el de los pocos italianófilos que quedan. Ha traducido una incontable cantidad de escritores italianos (desde Salgari, con el que hace siempre una excepción y dice que es ilegible, hasta Pasolini, a quien considera mejor ensayista que cineasta), pero también se atrevió a meterse, con ayuda, con alemanes del peso de Arno Schmidt.
Las novelas de Piro (la última es El náufrago sin isla) son deliciosas, imaginativas, sabias, chispeantes. Pero sus incursiones semanales en el ensayo, es decir las columnas que aparecen en PERFIL cada domingo bajo el título “Asuntos internos”, son una muestra alternativa del talento de Piro. Tienen una gracia y una contundencia demoledoras porque el autor toma datos vaya uno a saber de dónde y emite opiniones tan frecuentemente absurdas como irrefutables, para no hablar de contradictorias. Por ejemplo, hay una columna en la que argumenta que para redimirse de la mierda que escriben, los escritores deben traducir a otros y difundirlos. Pero hay otra columna en la que acusa a quienes no leen en idioma original, trata de mascalzones a los que no hablan italiano y los manda a aprenderlo.
Así de brillantes son las columnas de Piro que uno no le perdona que, de vez en cuando, le salga la tanada e irrumpa con panegíricos desvergonzados sobre El nombre de la rosa, una novela abominable desde cualquier punto de vista. Piro también dice que Borges es un fraude, pero hasta eso me resulta menos imperdonable que su servidumbre intelectual a Umberto Eco.