Dedico los días miércoles a pensar, escribir y corregir la columna semanal que el vacilante lector examina el fin de semana y saltea apenas leyó el título o después de curiosear en los primeros renglones. No es fácil lograr columnas interesantes, novelas interesantes, y ni hablar de lo imposible: vivir vidas plenamente interesantes. Abundan la desidia, la depresión, el entusiasmo súbito como una ola gigantesca que no puede menos que decrecer hasta volverse charquito, la pesadilla de la repetición. Al parecer, últimamente solo lo desorbitado llama la atención y se vuelve presidenciable. La ventaja del arte sobre la vida es que por muy extensa que sea la obra que recorremos opera sobre ella un principio de condensación, selección y discriminación. A esta ley que acabo de anunciar se opone la práctica de algunos ascetas que decidieron convertir su vida en arte, sacrificándola y permitiendo que el arte dé cuenta de ellas en un selecto resumen que define el gesto en uno o dos rasgos. Una vida, un trazo.
San Marciano pasó su vida en una conejera tan pequeña que no podía estar de pie ni acostado; San Salaman se encerró en una cabaña a orillas del Éufrates, tapó todas las aberturas y vivió entre tinieblas hasta su muerte; San Talelo se metió en una jaula, en medio del páramo sirio, detrás de una duna gigantesca, suspendida de tres grandes perchas. Sentado en este espacio, debía permanecer con la cabeza inclinada, tocándole las rodillas. Los diez años de su encierro los pasó rápido, leyendo los Evangelios; San Maron se instaló en el interior de un árbol, con tabiques provistos de espinas enormes que le impedían moverse, y ni siquiera podía girar a uno y otro lado la cabeza. (Este tormento evoca de algún modo el método de tortura llamado La Dama de Hierro, que no es Bullrich ni fue Thatcher, sino una jaula con forma de armadura tachonada de clavos puntudos.) San Pacomio dormía de pie, sin apoyaturas; Sisoes pasaba días parado al borde de un precipicio, con objeto de vencer al sueño; Cirilo de Scitópolis habla de una tal María, cantante de himnos litúrgicos y tocadora del arpa en una iglesia de Jerusalén; un día partió al desierto, a la zona del Mar Muerto; se instaló con su arpa, una fuente con agua y un plato de legumbres en una cueva que sirvió de ermita durante dieciocho años: los viajeros podían escuchar el arpa, pero no ubicaban el sonido; jamás abandonó la cueva y la fuente de agua y el plato de legumbres estaban intactos.
Sin embargo, nadie superó a Simeón el Estilita: se emparedó al pie de los montes de Antioquía durante cuarenta días para ayunar como Cristo; más tarde, se encadenó a unas ruinas en la cima de una elevación, y progresivamente, sobre columnas de mayor altura; veló, oró, ayunó, se sostuvo sobre una sola pierna. Comía algo una vez por semana, oraba a lo largo de los días con las manos levantadas y dominaba el arte de mantener los ojos abiertos sin parpadear; murió en el 459, cumplidos 70 abriles, vivado por una multitud en lo alto de una columna de veinticinco metros, rematada con una plataforma de dos metros de lado. Pasaba todos sus días orando de pie, inmóvil, y dormía sentado, apoyado en una pequeña balaustrada que había hecho construir alrededor de la plataforma, para no caer en caso de vértigo; llegaba incluso a pasar sus jornadas de pie sobre una sola pierna, como los yoguis que educaron a los esenios, que educaron a ya sabemos quién. Progresivamente, sus miembros fueron cubriéndose de llagas y úlceras. Simeón permanecía imperturbable expuesto a la intemperie, con viento, nieve o granizo, o bajo el rayo del sol. Un invierno se le pudrió el muslo de tal manera que le salieron numerosos gusanos, que caían de su cuerpo a sus pies, de sus pies a la columna y de la columna a tierra, donde un joven llamado Antonio, discípulo suyo y testigo de su vida, los recogía por orden suya y los hacía subir por medio de la cesta suspendida de una cuerda, que servía para su aprovisionamiento. Entonces Simeón volvía a ponérselos sobre la llaga, diciendo: “Coman, coman lo que Dios les ha dado”.
Esto que cuento lo he leído de diversas fuentes, y apenas retoqué las frases para que parezcan escritas por mí. No hay manera de que aquello que escribe uno parezca escrito por otro, y que lo que otro escribe parezca escrito por uno. Ya lo sabe el Espíritu Santo.