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El barco rebotaba contra la superficie del mar según el ritmo de las olas. El agua se pulverizaba en el aire, cuya humedad apenas si se modificaba por el embate de la máquina acuática: era un aire denso, cargado de potenciales de vida. A nuestra derecha se veía el resultado de un combate colosal entre monstruos o de un ataque de cólera sobrenatural. La piedra aparecía desgarrada por unas uñas gigantescas: cicatrices de estratos blancos sobre piedra negra, que brotó líquida como magma de un suelo agujereado por pataleos histéricos y golpes de puño. El granito, una vez enduercido, fue arrojado con furia de cualquier manera, creando crestas de piedra desacomodada, rasgaduras, pozos, cada tanto un resplandor de advertencia provocado por un yacimiento de mica o de biotita.

Sobre esos majestuosos destrozos, que nos hacían sentir la pequeñez de nuestra existencia y la brevedad de nuestros intervalos vitales, los siglos fueron depositando una mísera cantidad de polvo, tierra, semillas y cagadas de pájaros.

A lo lejos, la piedra contorsionada con violencia aparecía mal cubierta por una capita verde que apenas si alcanzaba a tapar la vergüenza de un combate colosal entre fuerzas antagónicas.

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Aquí y allá sobresalía la piedra negra, todavía inexpugnable, donde las plantas y las flores se aferraban a un suelo superficial, siempre en peligro de deslizarse hacia el mar, ávido por devorarlo todo, hasta las rocas metamórficas que alguna vez le arrancaron del fondo.

Cada tanto, el tormento pétreo daba paso a una bahía donde, algunas veces, una playa se adivinaba. Era fácil imaginar allí a los tairona tallando sus bastones de piedra y preparando sus canoas, con las que quemarían la avanzada colonial de Santa Marta varias veces.

Pero las miserables luchas humanas empalidecían ante la brutalidad de las fuerzas naturales, a las cuales los hermosos kogui, descendientes de los tairona, rinden homenaje.

Nuestra aventura había comenzado exactamente al término del Saka Juso: fortalecimiento de las relaciones con el territorio y reparación de las redes energéticas. Íbamos a lo mismo. En el Cabo San Juan nos retiramos a una playa poco concurrida y, desnudos, invocamos a los diosecillos de nuestro propio Paraíso.