Una vieja entrevista que nunca volví a encontrar se convirtió en el modelo de aquello a lo que debe aspirar una conversación. (Usé la palabra conversación y entrevista en la misma frase, y eso requiere una explicación: la entrevista es, como decía Robert Musil, el género capitalista por excelencia, porque el que hace preguntas tontas es el que recibe un estipendio y el que piensa y responde lo hace gratis. La conversación, en cambio, es lo contrario: un género de izquierda.) Lo que pretendía ser una entrevista pero terminó siendo una conversación tuvo lugar en los años 80 entre Jean-Luc Godard y Marguerite Duras. Solo recuerdo una cosa, y es que en determinado momento la Duras decía: “¡Claro! ¡Por eso escribo! ¡Porque siento vértigo por lo blanco!”, a lo que Godard respondía: “¡Claro! ¡Por eso filmo! ¡Porque siento vértigo por lo negro!”.
Todo eso me remite ahora a una frase de Wittgenstein del Tractatus: cuando se refiere a que sus elucidaciones deberían ser reconocidas al final como sinsentidos, y que mediante ellas el lector debería poder superarlas, remata así: “Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha trepado a ella”. Esa conversación entre Godard y Duras era la representación teatral de esa sentencia de Wittgenstein: todo el tiempo, alternadamente, uno alcanza mayor altura subiéndose a la afirmación de la otra (y viceversa, claro).
Suelo conversar de un modo similar con un amigo, a quien veo periódicamente para experimentar esa sensación de estar continuamente subiendo una escalera. Lo que ocurre es extraño, porque no hay predisposición de ningún tipo, ni agenda, ni tema; ninguna preferencia, ninguna suposición: solo el fluir de una palabra llevando a otra y a otra y a otra. Transcribir nuestras conversaciones sería matar la idea de ese fluir. Sería como escribir, o sea alzar la escopeta y dispararle a la idea en pleno vuelo. Ni siquiera esforzándome al máximo podría reconstruir una de nuestras conversaciones. Son imposibles de seguir, no tienen ritmo, no tienen una dirección precisa, pero tengo la impresión de que esa sensación de ascenso se da porque estamos continuamente trepándonos a la escalera del otro. No sé si se entiende.
No puedo reconstruir una conversación pero recuerdo un fragmento en donde él (tengo la impresión de que las buenas ideas se le ocurren siempre a él) esbozó la idea de una antología de fracasos. Creo que la punta del ovillo estaba en aquella afirmación de Henry Miller que dice que todo buen escritor debería darse cuenta del momento en que se le descompuso la máquina de detectar mierda; eso evitaría que muchas últimas obras de grandes escritores fueran ilegibles, cuando no directamente repugnantes. Los casos abundan: Bioy Casares y su De un mundo a otro; Graham Greene y El doctor Fisher de Ginebra y Monseñor Quijote; y el propio Miller, que pisó su propia trampa para osos cuando publicó, poco antes de morir, Al cumplir ochenta y El libro de mis amigos. Y a ellos se me ocurrió oponer a Céline, que murió el 1º de julio de 1961, el mismo día en que le puso punto final a Rigodón, y el mismo día en que Hemingway decidió pegarse un tiro, lo que se llevó todos los titulares de los diarios. Años después mucha gente pensaba que Céline seguía vivo. Rigodón no entraría en esa antología de fracasos, pero sí entraría Navegación de cabotaje, las memorias de Jorge Amado, más de quinientas páginas de las que solo se rescata una anécdota donde se ve a Neruda borracho, siendo vilmente engañado con un vino falsificado en Salvador de Bahía.
Sería una antología que yo jamás compraría, pero me encantaría hacerla.