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Ante una iluminación

Y después, ya solo, me quedé pensando en pavadas, por ejemplo en que todo el tiempo se cumplen aniversarios.

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Estábamos charlando como cualquier día, solo que son días complicados. No diría desdichados (en todo caso espero que no), pero sí estresados, tensos, cansadores, lleno de complicaciones y tensiones. Como un juego de mamushkas, va de lo más grande, lo general (digamos Milei y la vida de mierda a la que nos condena) a lo más pequeño, lo personal, los asuntos que traen insomnio o mal dormir. Entonces, inesperadamente, la conversación cambió de rumbo, dejamos atrás, por un momento, ese horizonte de dificultades, y enunció una crítica, precisa y brillante, al mito de la “voz propia” en la literatura. De golpe fue como asistir a una revelación, a una iluminación. No estoy en condiciones aquí de reproducir lo escuchado, si lo hiciera lo desvirtuaría, no estaría yo a su altura. Y mientras escuchaba, pensé (solo lo pensé, no pronuncié palabra para no interrumpir su argumentación, obviamente perfecta) en la frase de Lautreamont: “la poesía debe ser hecha por todos y no por uno”. Y pensé también en una de las frases del final de los Cantos: “Si no me creen, ¡Vayan a ver!”. Hay allí, en la gestación de la vanguardia, algo que debería perdurar como fantasma (ya lo se: me repito, me repito y me repito) y que cuando esto no está, aparece (no como aparece un fantasma, sino como aparece su ausencia) la trivialidad de la “voz propia” como antesala del fracaso.

Y después, ya solo, me quedé pensando en pavadas, por ejemplo en que todo el tiempo se cumplen aniversarios. De la muerte de Borges, del nacimiento de Borges, de la publicación del libro de tal escritor, del regreso del exilio de tal otro, de la aparición del mamotreto de las obras completas de otro más, etc. Los escritores nacen, se desarrollan, y mueren (en eso no se distinguen de las plantas y del resto de los mamíferos), sólo que, en algún momento, reciben ese tipo de homenajes cargados de sin sentido. Supongo que debe ser parte del oficio y no hay porqué ofuscarse. Como de costumbre, Osvaldo Lamborghini decía algo genial: “No hay escritor, por mediocre que sea, que alguna vez no se haya encontrado con alguien que le dijera: ‘¡Cómo me gustó tu libro!’”

¿Qué sentido tiene homenajear a los escritores? El escritor olvidado es sacado de su despecho póstumo bajo la figura aterradora de la mesa redonda del agasajo. Se cumple el ritual de la memoria, de la lucha contra el olvido, hasta el próximo olvido, y así sucesivamente. Antes que al escritor olvidado, prefiero al escritor que nunca fue olvidado porque jamás llegó a ser recordado. Es el escritor de la novela del futuro, del libro por venir, el escritor que funda una tradición integrada por un solo miembro.

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Y pensaba también en mi hogar: el anarquismo literario. En la digresión, en saltar de tema en tema sin prestar atención a los modos, niveles, registros, jerarquías. Si el anarquismo y la digresión cuestionan algo es la jerarquía. No cuestiona sólo los aspectos más evidentes, la linealidad de la exposición, la sucesión de acontecimientos, la progresión de la trama. Al ser antijerárquica la digresión impugna toda idea de superioridad (no hay temas más importantes que otros), despoja al lenguaje de su eficiencia (no va al grano). La digresión no sueña con ninguna voz propia, porque la voz nunca es “propia”, nunca es privada: es de todos, es “lo en común”, es comunista.