COLUMNISTAS
Apuntes en viaje

Animales

Antes me parecía extraño entrar a una casa sin biblioteca; ahora me resulta raro entrar a una donde no vivan animales. Lo primero que busco cuando entro por primera vez a una habitación son sus huellas.

18_08_2024_animales_martatoledo_g
| marta toledo

En invierno la terraza solo tiene un poco de sol al mediodía. Los gatos se despegan del sofá o de la cama a esa hora y trepan el muro adonde el sol llega antes que al resto del espacio. La perra, en cambio, debe esperar a que caiga sobre el piso. Yo tiendo la ropa, rápido, voy y vengo del lavarropas a la soga, ella detrás mío lloriqueando y mirando con envidia a los otros dos que se lamen los pelos, bañados en esa luz dorada y tibia. Le digo que ya llegará también para nosotras, un poco de paciencia.

La Negrita y Corazón empiezan así todos los días: pasándose la lengua entre ellos como dos gatos amorosos. Pero dura poco porque enseguida se trenzan en una pelea, vuelan mechones de pelos, hay corridas de la medianera a los techos. La Morcilla sigue nerviosa las peleas que se repiten varias veces al día: en la terraza, en la cocina, en la escalera, y así. Aunque es tres veces más grande, le tiene pavor a la Negrita y si está cerca durante esos combates, siempre liga un arañazo.

Es una gata aguerrida la Negrita, que en su otra vida, corta, se llamó Plutona en honor al gato negro del cuento de Poe, y tuvo como amo a Lai. Vivió con él pocos meses hasta que me pidió que me la llevara: la gata cachorra tenía demasiada energía y él ya estaba viejo para esos trotes. Chiquita y eléctrica aparece en el documental sobre las clases del taller que se llama Lai, como su protagonista. Y mencionada en algunas entrevistas de esos años: los periodistas magnetizados por esa gatita negra, flaquita, que parecía dibujada en tinta con un pincel chino. Cuando la traje a casa, estuvo una semana escondida debajo de una cama. En esa época teníamos a la Ceniza (que murió el año pasado) y a la Chaumién, una gata entrerriana que murió muy joven. Al cabo de esa semana, la recién llegada se animó a salir al patio. Las otras la miraban desde lejos. Me llamaba la atención el color de sus ojos: anaranjados. En el departamento de Lai, en planta baja, bastante oscuro, siempre estaba la luz encendida; la luz natural permite observar otros detalles. La levanté en brazos y la miré de cerca. El color de los ojos era irritación por el encierro y el humo de las decenas de cigarrillos que su dueño anterior fumaba por día. Con el paso de las semanas, los ojos de la gata volvieron a ser amarillos. A veces me pregunto si recordará algo de esa vida breve.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

¿Y la Morcilla? Hay algo que sí recuerda de su vida anterior: el terror a las escobas. La encontramos abandonada en la calle de un pueblo, en una zona de quintas, a fines de un verano. Tenía unos cuatro o cinco meses, del hocico a la cola llena de garrapatas, y al parecer había sufrido unos cuantos escobazos. Hasta el día de hoy, casi diez años después, me ve con el escobillón en la mano y sale corriendo.

Antes me parecía extraño entrar a una casa sin biblioteca; ahora me resulta raro entrar a una donde no vivan animales. Lo primero que busco cuando entro por primera vez a una habitación son sus huellas: el hueco de su peso en el sillón, surcos de uñas en las patas de los muebles, una cola despareciendo en el vano de la puerta, una correa, el comedero. Me acuerdo de ese relato de Lydia Davis: “Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí y allí por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro”.