Diciembre es un mes de balances, listas de pendientes y programas futuros. Pasa rápido y, sin querer, uno está alerta y proclive a lo que vendrá. A tono con esa energía presente, y aunque la palabra energía me resulte esquiva, escribo. Es 31 de diciembre de un año tan raro como igual o superior a otros. La esquirla distintiva es la experiencia. Algo en vivir hace que la vida pueda ser mejor, como los buenos vinos, macerados largo tiempo, fieles a su destino de hacer brillar ciertos momentos. Sin planearlo, en dos días armamos una escapada a Mendoza. Vamos a visitar a nuestros amigos que nos reciben en su casa, nos buscan en el aeropuerto y nos esperan siempre. La cercanía con la cordillera tiene una magia especial que nos reconecta con la tierra y con el cielo, nunca más estrellado. Contemplarlo es descubrir nuevos astros, focos de luz, una inmensidad que se abre en mil posibilidades. ¿Cómo algo podría salir mal si somos parte de este todo armónico, aun con sus tsunamis, tormentas y renaceres? Andamos sueltos, recorriendo Las Vegas, una aldea de montaña cerca del dique Potrerillos. No tengo escrita ni una sola línea para esta nota. No desespero. Las callecitas están salpicadas de bares y postas. Las flores amarillas pintan los bordes del camino. Así encontramos un nudo de hierros retorcidos con forma de caballo. Nos acercamos y aparece Guillermo, que nos hace pasar y nos muestra su colección de cuchillos y facones, la fragua donde trabaja, sus obras forjadas que nos deslumbran. Esta era la imagen que me faltaba. Todo lugar tiene guardada su postal, su artista y su secreto. Que este sea para todos un año de andar sin pensamiento.