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Apuntes en viaje

Amigos

Ezequiel sube mi valija dos pisos por escalera, abre la puerta, Irene está en el trabajo; Lupita, la gata argentina, me mira un instante con sus ojos enormes y huye a esconderse bajo la cama.

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Amigos. | marta toledo

Llego a Moratalaz, un barrio de Madrid, a casa de mis amigos Irene y Ezequiel, a las tres de la tarde. Al salir del aeropuerto el calor de 35 grados de la primavera madrileña fue como un cachetazo o el grito de un animal con el aliento hirviendo en la cara. Apenas unas horas atrás, el día frío y lluvioso de Edimburgo. No me alcanzan las manos para arrancarme tapado, pulóver. Me quedaría descalza también si pudiera.

Aunque estuve varias veces en Madrid, nunca salí del centro. Es la primera vez que estoy en lo que llaman segundo anillo. Los chicos viven en un pisito de un complejo gigantesco de edificios de ladrillo visto construido por los falangistas: en las paredes todavía se pueden ver las placas con el símbolo: el yugo y las flechas. Ahora habitado por una población de gente anciana que se reúne en los bancos de los parques cercanos y de los jardines del complejo, y algunas familias jóvenes. El taxista se pierde en las calles internas así que mi amigo baja y viene a buscarme. Los tendederos salen por las ventanas y las ropas de colores movidas por el viento le dan un aspecto festivo a las paredes. Por más que haya sol, la tormenta que vendrá al atardecer empieza a armarse.

No veo a los chicos desde hace un año, cuando se fueron de Argentina. Las semanas antes, por WathsApp armamos planes, paseos, conversaciones, cañitas para ponernos al día. Ahora está a punto de suceder, estoy aquí finalmente. Ezequiel sube mi valija dos pisos por escalera, abre la puerta; Irene está en el trabajo; Lupita, la gata argentina (nacida en Boedo más precisamente) me mira un instante con sus ojos enormes y huye a esconderse bajo la cama. Es una gata arisca, rescatada en un baldío, tiene la punta de una oreja cortada: la señal de los proteccionistas de que el animalito fue castrado. Le llevará unos días acostumbrarse a mí, no escapar apenas verme.

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Esa primera noche tomamos unas cervezas en un bar del barrio hasta que se descuelga una lluvia que nos obliga a abandonar corriendo la terracita y terminar nuestros vasos adentro.

A la tarde siguiente camino bastante para tomar el metro al Barrio de las Letras. No parece que el día anterior llovió; el calor redobló la apuesta. Cruzo un puente inmenso, debajo no hay ríos sino autopistas que, por efecto del sol y la temperatura, brillan como la superficie del agua. Cuando regrese por el mismo camino, a eso de las nueve de la noche, y siga siendo de día (oscurece hacia las diez), a los costados del puente, en el descampado, veré decenas de conejitos marrones saltando y corriendo entre el pasto, sumergiéndose en las madrigueras. Es una imagen extraña entre tanto auto y colectivo que pasa trinando por al lado y por debajo del puente.

Esa noche hay una reunión en la casa. Le llaman “la cazuela”: amigos que vienen con un vino o unas cervezas bajo el brazo y que se juntan a conversar y a leer y a comer y a beber. El living está en penumbras, apenas un velador aquí, unas lucecitas allá. Algunos sentados en el piso. Hay algunos madrileños como Irene, algún otro del sur de España, algunos argentinos como Ezequiel y como yo, una pareja recién llegada de San Pedro que al día siguiente sale de viaje por distintas ciudades; un librero peruano. Los acentos se mezclan formando una música agradable. Después de tres semanas escuchando casi exclusivamente hablar en inglés, es hermoso volver a la lengua, sentirme abrazada por la lengua. En un momento una de las chicas canta. Tiene una voz hermosa. Conozco la canción, la escuché la primera vez en una película de Almodóvar. Me gusta estar aquí esta noche y me alegra saber a mis amigos rodeados de amigos así.