Me cuenta que su profesor le dice que hay nuevas generaciones de instrumentistas, miles y miles de violinistas chinos de una perfección técnica abrumadora, incomparable, pero –y en este punto el profesor advierte–, pero nadie, ninguno, o al menos ninguno que él conozca, con esa singularidad que lo volvería no intercambiable. El término “singularidad” ahora se usa para señalar un momento de la historia futura en que algo nuevo se abrirá paso con fuerza arrebatadora: lo transhumano, la inmortalidad de nuestra especie, nuestra propia destrucción. Quién sabe. Limitado a la modesta escala del arte, podría emplearse para definir el estilo. Tal vez ha llegado el tiempo del estío de estilos nuevos que la edad nos impide reconocer como tales, mientras en el invierno de nuestro descontento el viejo quejoso recuerda cuando sus propias primeras labores eran recibidas por sus pares-mayores con fastidio, incomprensión y dificultad. La dificultad de percepción de rasgos claramente discernibles para los contemporáneos de los nuevos productores estéticos quizá se deba menos al obtuso abrazo melancólico a los queridos registros del ayer que al modo ciertamente conmovedor con que el narcisismo se abraza a la frágil cáscara del propio ser como un náufrago que en plena tormenta confunde al escarbadientes con un madero flotante. Desde luego, para el náufrago, el presente es confuso, y su causa no es más que un ideal irrealizado. (¿Hablo de mí, de otros como yo, o de Milei?).
Bueno, basta de aburrir a los lectores.
El otro día, algún día, leí, ya no recuerdo –ya no recuerdo nada con precisión–, no me acuerdo si una entrevista a o un artículo de un capo de la física, la computación, la inteligencia natural y la astronáutica vegetariana, cuyo nombre no podría aportar en este momento: el sujeto en cuestión decía que la inteligencia artificial pronto desarrollará la capacidad suficiente para generar lenguajes y realizar operaciones para las que no ha sido programada (hoy, un capo de Google dice que eso ya ha ocurrido); según el Capo Uno, en el momento en que se verifique ese desarrollo, y habiéndose vuelto la IA mucho más inteligente que nosotros, se dedicará, entre tantas otras tareas, a programarnos, dirigirnos, manipularnos de mil y una maneras, sin que nos demos cuenta. Esa sospecha paranoica, derivada del cine catástrofe o de la hipótesis del genio maligno que domina el mundo (o de los trece sabios secretos que impiden que se destruya), no contempla la posibilidad de que esta inteligencia artificial sea lo bastante inteligente como para no ocuparse de copiar el procedimiento básico de la inteligencia humana de baja estofa, que es el non plus ultra del neoliberalismo agazapado y su forma exacerbada y hoy triunfante, la ultraderecha canalla que nos gobierna: competir, triunfar, subordinar, aplastar al otro, ocupar todos los mercados, a toda costa. Ser cruel a puro goce. Con o sin IA, puede que el mundo derive en un par de autocracias hegemónicas continentales, o en la plutocratización bajo la mano de hierro de algunos multimillonarios, ilustrados por las viejas películas de ciencia ficción y las figuritas de Marte Ataca. Pero también podría ocurrir que esa inteligencia no humana resulte la forma tecnocientífica que nuestra especie, con su perpetua nostalgia de lo divino, generó, dando a luz así a sus propios dioses. Como sea, si la diferencia entre la inteligencia humana y la no humana partiera de cero hasta llegar a infinito, no se ve en lo inmediato la necesidad de que la segunda haga algo en particular con nosotros. Podría tratarse de un caso de coexistencia pacífica. O de suprema indiferencia por sus creadores. Desde luego, también es posible el fenómeno de aniquilación súbita, al modo en que pisamos una cucaracha en la calle, y no porque nos moleste sino simplemente porque es un bicho asqueroso.
Desde luego, en términos de poderes terrenales, no somos los argentinos, habitantes de este rincón perdido del mundo, los capaces de resolver estos problemas. Habría que preguntarles más bien a los chinos. Hablando de eso, infalible en el acierto, ¿ha viajado a Pekín nuestro presidente, o prefiere amar a lago/ar, halagar al senescente neotirano del Norte?