En el dilatado cordón del parking que se extiende en paralelo a las costas del ayuntamiento ya no queda espacio. Las motos se suceden apiladas en una ristra interminable. Nadie en esta ciudad quiere perderse el espectáculo. Propagados con los ecos tartamudos de la distancia, asoman destellos de ardientes luces que se amplifican con el resplandor de un incendio forestal. Una vez dentro del predio, tiendas desperdigadas en disposición coreográfica se entrelazan con los vigorosos escenarios que escupen magma de manifestaciones artísticas. El enjambre de familias fluye serpenteante entre pasarelas custodiadas por la fronda de taxus, robles, sobreiras. Una limpieza de exposición quirúrgica se reproduce en la placa viva hasta las orillas del Pazo de Fefiñáns, que hoy parece más cargado que ayer. Los días en Cambados, en este verano primaveral, son tibios y calmos. Y se deslizan, suavemente. Con la delicadeza y el encanto de un vuelo de gaviota. Y con una rapidez similar.
A escasos metros del acceso principal, junto al sector de sanitarios prefabricado, anida la mayor cantidad de casetas. La familia Mosqueira exhibe y vende allí los vinos que produce desde hace casi cien años. Quien aparece detrás del mostrador es Rosalía, que ahora sonríe debajo del cable que contiene la tira dicroica direccionada hacia el anaquel de cedro. Con su derecha se aferra a la endeble banqueta de plástico que la sostiene. Abstraído el ritmo, amansado por los brotes del cielo que ahora parece ajedrezado, damos inicio a la degustación y charla que se prolongará por unos veinte minutos. Es una mujer sin edad, encantadora. Caderas anchas, los hombros flacos. Luce una cabellera bien alimentada, llagas en las manos, la cara surcada por prepotencia del sol criminal que florece en Corbillón, donde vive. Su mirada es deslumbrante, profunda, hechicera. Si conseguís realmente detenerte en ella, o más que eso, penetrarla hasta el hueso, te das cuenta que todo cabe ahí, en ese instante.
Me acerca una copa de Albariño, la perla que paren los viñedos que se alimentan en las Rías Baixas, desde Finisterre hasta la ría de Vigo. (Inhalo, dejo caer unas gotas del líquido que paseo por el cuenco; ostenta excelentes niveles de acidez natural, aromas intensos y color profundo.) Enhebro información y tonterías en el cuaderno: los vinos de la región tienen una graduación alcohólica elevada y una acidez notable; un potencial aromático afrutado con matices florales. Los monovarietales son los vinos blancos más prestigiosos de Galicia. Es habitual consumirlos jóvenes, aunque algunas bodegas los elaboran con crianza en barrica. Celebro que a veces sea afrutado y empalagoso. (Rosalía se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible, hasta deshacer el grumo de las vísceras y palidecer un poco; clausura los párpados y comprime los ojos con la base de las palmas duras; una mancha difusa ligeramente pastiche había tomado parte del rostro hinchado, entre el pómulo derecho y la sien. Sofoca un hipo de dolor: ¿seguimos con otra variedad?).
El vocerío llega del sector de comidas con entonación de comedia. Las palabras cursan el aire a ritmos discontinuos. Se precipita una brisa muy baja, intermitentes rulos de viento arrastran sabores multicolor. El sol del atardecer rueda sobre el asfalto a velocidad tartajosa, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía. Hoy he bebido a gotas la exuberancia de los vinos en una fiesta popular sin precedentes, de manera que a esta hora estoy extasiado y extenuado, como participante de un rito de exploración psicotrópica. En escasos instantes la oscuridad llegará precipitada para cerrar el día como una almeja. En lo alto, la estatua de Baco esculpida por Francisco Leiro proyectará el conjuro sobre las multitudes, armónicos cuerpos deambuladores arrastrados por despotismo de las expectativas.