Antes de que, gracias a métodos rigurosos, observaciones pacientes y herramientas confiables pudiésemos entender algo sobre las migraciones de los pájaros en invierno, discutir acerca de eso era común y hasta entretenido. A comienzos del siglo XIX una serie de descubrimientos hicieron que los científicos pusieran en duda ciertas creencias. Un buen día apareció una cigüeña blanca en una aldea alemana que tenía atravesada de lado a lado una larga flecha. La cigüeña volaba y se alimentaba con normalidad, pero pobre, vivía empalada, obligada a permanecer rígida por culpa de esa varilla que, si bien a simple vista parecía que la había perforado de arriba abajo, luego se descubrió que sí, que eso había hecho, pero sin afectar ningún órgano vital, solo lastimando la piel. Como es de imaginar, los aldeanos lograron atrapar a la cigüeña y quitarle la flecha, para descubrir que en realidad provenía de otra aldea ubicada a miles de kilómetros de distancia, en África. Como suele ocurrir con los alemanes, en seguida acuñaron una palabra, pfeilstorch, unión de las palabras pfeil, flecha, y storch, cigüeña.
Antes de eso, no se entendía a dónde iban los pájaros en invierno. Durante la segunda mitad del siglo XVII a alguien le resultó plausible que si desaparecían de vista y si no se encontraban rastros de sus nidos era porque habían migrado a la Luna. La hipótesis era absurda, sí, pero no era absurdo imaginar a un pájaro recorriendo distancias enormes. Todos los años, por ejemplo, el charrán ártico, o Sterna paradisaea, vuela más de 80 mil kilómetros a través de un recorrido tortuoso que va del Círculo Polar Ártico hasta el sur de Sudamérica, África y Australia, ida y vuelta. Si se multiplica esa distancia por sus treinta años de vida, se obtiene una distancia similar a la de tres viajes de ida y vuelta de la Tierra a la Luna.
El más grande propulsor de la teoría de que los pájaros migraban a la Luna cuando se los dejaba de ver fue un pastor protestante inglés llamado Charles Morton. Morton escribió un libro, el Compendium Physicae, en 1687. Era un estudioso conocido y respetado, y el hecho de que propusiera una solución tan fantasiosa al misterio de la desaparición de los gorriones en invierno debe interpretarse como la materialización de un debate que duraba siglos, esto es, qué volvía científico un razonamiento, la observación directa o la inducción.
Heródoto ya había notado que en Egipto los milanos y los gorriones se quedaban allí todo el año, lo que llevaba a pensar que los pájaros que desaparecían de ciertos lugares lo habían en busca de otros más cálidos.
Aristóteles, en un momento, extendió el mapa del mundo conocido delante haciéndose la misma pregunta sobre los gorriones, pero él, a diferencia de los otros, trataba de extraer de la observación alguna verdad general. Y lo que hizo fue revolucionario en muchos aspectos, teniendo en cuenta que hizo grandes progresos en el conocimiento de varias especies, pero la hipótesis que formuló era delitante. En su Historia animalium, Aristóteles dice que algunos gorriones habían sido encontrados casi absolutamente privados de plumas en espacios huecos. Y entonces concluyó que las aves que migraban eran solo los gorriones, que debían recorrer distancias relativamente cortas, porque estaban cerca de los lugares cálidos. Todas las demás especies, al vivir lejos de esos lugares, entraban en letargo, decía, y se ocultaban en las cavidades de los árboles, para salir llegada la primavera con un plumaje nuevo.
Y sin embargo, la teoría de Aristóteles fue considerada cierta hasta comienzos del siglo XVII, con la llegada de Francis Bacon, que lo único que hizo fue preguntarles a los ornitólogos si alguna vez habían visto un ave en letargo. Así es como se abaten las teorías, haciendo simples preguntas a las personas adecuadas.