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venganzas

A destiempo

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Tal vez no fue tan buena idea insertar una etapa intermedia entre la niñez y la juventud. Tal vez era mejor pasar, como se hacía antes, directamente de una edad a la otra. Es cierto que existían zonas grises, matices y gradaciones, y que no siempre funcionaba con tanta limpidez el corte tajante (y por lo demás, exclusivamente masculino) entre los pantalones cortos y los pantalones largos. Pero en definitiva había una transición de duración medianamente definida en la que el cuerpo de cada cual cambiaba, y con el cuerpo, y por el cuerpo, cambiaban también la voz, el temperamento y todo un orden (o un desorden) de deseos y de fantasías. Se dejaba de ser niño y se pasaba a otra cosa, una primera juventud designada con palabras tales como muchacho o muchacha, por ejemplo. Se acotaba con aceptable precisión un período de la vida que se extendería aproximadamente hasta la mayoría de edad, o hasta el final del colegio secundario, o hasta el servicio militar obligatorio (criterio exclusivamente masculino) o al entrar ni más ni menos que en la tercera década de la vida: cumplir los veinte.

La invención de la adolescencia transformó ese estado de cosas. Surgió otra identidad a asumir, con todo lo que eso implica. Su designación como “edad del pavo”, cuestionable por peyorativa, no dejaba de indicar empero que se trataba de un período mayormente problemático, en especial por la incontenible propensión a entrar en conflicto con todo, con todos y por todo, combinando hasta lo insoportable la agresividad mal manejada con la petulancia más bien megalómana del engreído a ultranza.

Ahora bien, la condición de la adolescencia a su vez cambió: por un lado, se extendió hacia la infancia, conquistando dos o tres años vividos por los niños con la ansiedad de ser lo que todavía no son; por el otro, se alargó hacia los veinte o veintitantos o incluso hacia los treinta y más allá. Tanto se irradió la adolescencia, que no es para nada extraño dar con quienes, habiéndola dejado largamente atrás, se la pasan ajustando cuentas todavía con ella: pretendiendo hacer, a destiempo, lo que no atinaron a hacer cuando tocaba; o vengándose vitaliciamente de lo que en ese entonces les pasó y no supieron afrontar o resolver. Don Fulgencio era adorable: adorable en su determinación de tener, siendo grande, la infancia que parecía no haber tenido, o de hacer, como adulto, lo que parecía haberle quedado sin hacer siendo niño. Pero con la adolescencia no funciona igual. Está claro que no funciona igual.

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