Ernesto Semán: "El antipopulismo no es solo una oposición al populismo; tiene ideas específicas sobre cómo tiene que funcionar la sociedad"
Noruega es uno de los países más ricos del mundo, con una tradición igualitarista que precede a la prosperidad. Allí enseña en la universidad el escritor e historiador argentino: su punto de vista es privilegiado para entender algunas claves sobre el país. Considera que el antipopulismo debe ser estudiado al mismo nivel que el populismo, y que no solo se estructura en ese “anti”, sino que expresa miradas sobre la economía y la política.
—¿El antipopulismo es la nueva historiografía de la Argentina? ¿El gorilismo es el todo o es simplemente una parte?
—La respuesta es complicada. El gorilismo es una de las formas del antipopulismo, pero no es ni remotamente todo. El antipopulismo incluye una variedad de familias políticas, de legados de la izquierda, de centro, de derecha, republicanos, liberales, democráticos, no democráticos, pacíficos, violentos, con un denominador común: la preocupación por la forma en la que las masas se relacionan con la política. Gorilismo no es una categoría analítica, pero existe en el lenguaje político. Es muy ubicua, refiere a una particular mirada de esa relación irritada o exasperada sobre todo por una forma específica de inserción de las masas, la del peronismo. Sobre la pregunta de por qué no hay más libros o casi nada sobre antipopulismo en la Argentina, diría que en general uno trabaja, escribe y estudia sobre aquellos aspectos que le parecen problemáticos, lo que le parece novedoso porque presenta un problema o un desafío a lo que es estándar. Me movió a pensar la idea del antipopulismo que la ausencia de trabajo sobre esto parecía sugerir una normalización. En cambio, se habla mucho y desde distintos lugares con particular énfasis en los últimos diez o veinte años de populismo. El populismo aparece como problema muy claramente. Como tal tiene que ser analizado. Aparece como una categoría crítica, visto despectivamente. Hay muchos libros muy buenos que hacen análisis de lo que es el populismo. Pero siempre aparece como aquel problema, como aquel dato disonante respecto de una normalidad. Me pareció interesante correr un poco el ángulo y ver qué pasa si problematizamos también esta otra categoría, la del antipopulismo, que no es necesariamente una categoría analítica, pero que está presente en las redes sociales, en el discurso público, en los medios de comunicación a lo largo de la historia. En los últimos veinte años se transforma en un componente central de una identidad política. Cualquier persona, un periodista o un enfermero, un comerciante, un empresario, un obrero, un desocupado, puede leer a través de ese lente una serie de problemas como su salario o el estado de los hospitales o los precios o la forma en la que se escucha cierta música. Explicar esos problemas con el lente del antipopulismo, entenderlos como un derivado del fenómeno populista, en general visto como problema. El populismo en casi todos los casos es visto como problema y el antipopulismo permite hacer de esa crítica una cosmovisión, para ordenar ese orden de las cosas que no tiene que ver solamente con la política. No me parece que sea solo una teoría que aplique a la política, sino una variedad de fenómenos de la vida social.
—¿El Club Socialista, las ideas de Portantiero, de José Pancho Aricó, incluso hasta de Beatriz Sarlo, también son antipopulistas?
—Es una buena pregunta. Me compromete. Porque fui parte del Club de Cultura Socialista durante muchos años. Mucho de lo que trabajo sobre Argentina está influenciado por esa época y por esa relación con aquellos que mencionás y muchos más, como el Negro Carlos Altamirano, Jorge Tula y tanta otra gente. Ahí concluían culturas políticas disímiles. De cada personaje se podría hacer un historial con tradiciones distintas y legados a futuro. El período de gloria del Club de Cultura Socialista coincidía en una especie de crítica al fenómeno de lo nacional popular y su rol. Se usaba menos la categoría populismo. El sueño que teníamos era que el país avanzaba con la transición democrática hacia “una normalización”, entre comillas. Las identidades políticas se iban a dividir groso modo entre un partido liberal progresista de masas y un partido conservador igualmente de masas, y que el peronismo iba a proveer de alguna manera a esos dos sectores. Pero recogía esta tradición que venía desde los inicios mismos del peronismo, que de alguna manera había roto ese camino a la conformación de un sistema político normalizado. Allí hay una comprensión compleja del legado del peronismo. Si se analiza el discurso de Parque Norte como un producto derivado del Club de Cultura Socialista, dado que participan en su creación Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, hay ahí un rescate de los legados del peronismo, más allá de que Alfonsín se expresó en contra del populismo. Una valoración de la Justicia y los derechos sociales, no solamente atribuidos a los sindicatos. La posibilidad de que los trabajadores a partir de su representación participen en el diseño del país, no solo de sus salarios, sino de la política exterior, del sistema impositivo, de la educación. Es un legado que debía ser recogido. En ese sentido, es una forma de antipopulismo muy atenuada, y que se suma al que el alfonsinismo inauguraba. Era recoger el legado liberal democrático y el legado populista e intentar hacer de eso una identidad común. Algo que puede parecer obvio, pero no lo es.
“El alfonsinismo intentó recoger elementos del legado liberal popular y del legado populista.”
—En esta misma serie de reportajes, Carlos Corach decía que si Perón resucitase se sorprendería de la longevidad de su creación, y Guy Sorman afirmó que el gran invento de Perón fue el antiperonismo, y podríamos decir el gorilismo o una parte del antipopulismo. Como si el anti fuera una manera de construir. Portantiero plantea la cuestión del empate hegemónico. ¿Hay una síntesis dialéctica posible entre populismo y antipopulismo?
—Es imaginable, sí. En términos de futurismo político, me parece altamente improbable. Se retroalimentan mutuamente. Ahí, el anti es una excusa para presentar una mirada sobre el país. El antipopulismo no es solo una oposición al populismo; tiene ideas específicas sobre cómo tienen que funcionar la sociedad, la política y el país. Esas dos líneas consolidaron no solo dos identidades políticas, sino un clivaje social asociado a esa identidad política y crecientemente enfrentados, tal como se vio en las últimas elecciones. La idea de campaña de Alfonsín de que “con la democracia se come, se cura y se educa” es el último gran intento por superar ese camino de oposiciones tan enfrentadas. La aparición de Cambiemos es el primer intento de transformar la identidad del antipopulismo en una opción electoralmente competitiva, cosa que tiene éxito en 2015.
—¿Qué escucha la clase media cuando se pronuncia la palabra “populismo”?
—La clase media escucha la explicación consistente con sus propios términos de la desaparición de un país que se caracterizaba por sus clases medias extendidas, no solo con bienestar económico, sino asociada a beneficios sociales y opciones políticas asociadas a la idea de un país moderno. Eso empieza a desaparecer de distintas maneras a mediados de la década del 60. Las penurias de la familia de Mafalda son los primeros exponentes de eso que se agudiza más en los 70. Se consolida en los últimos veinte años una lectura de cómo ocurre ese proceso. Desde el lado de la política, esta asociación no virtuosa entre los líderes y los seguidores. Desde el punto de vista económico, a partir de regímenes que priorizaron beneficios inmediatos, que pusieron más énfasis en la redistribución de ingresos que en el aumento de la productividad, asociado en este último tiempo a que no eran moralmente aptos para ejercer la función pública. Un hecho que se desarrolla a lo largo de medio siglo y tiene desde el punto de vista económico específico un momento, un nudo muy difícil de explicar, que es el 89. Sin entrar en comparaciones sobre cuál momento fue peor, y menos entre democráticos y no democráticos, las transformaciones que se producen a partir de la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado que se aprueban en la Argentina como condición previa para la asunción de Menem, tienen un impacto en la recomposición de la sociedad argentina desde el Estado y en ponerle fin al legado populista del 45 en adelante que no tuvo ningún otro gobierno antes ni después. Esta idea del antipopulismo ofrece una lectura de ese proceso y de esas transformaciones que pone énfasis en la consigna más clara de los setenta años de peronismo. En la evolución de la clase media argentina hay períodos de expansión en esos setenta años que pondrían en cuestión esa narrativa.
—En la coda del libro decís: “Hacia mediados de los años 70 Borges dijo varias veces que Argentina sería otro país, otro y mejor, si el libro nacional fuera el ‘Facundo’ de Sarmiento en vez del ‘Martín Fierro’ de José Hernández y que el país en ese caso hubiese optado por denunciar los efectos pavorosos de las emociones plebeyas en lugar de celebrarlas”. ¿Habría una sinonimia entre populismo e irracionalidad?
—En muchos casos, como sinónimo o como componente fundamental. La idea de cómo las masas entran a la vida pública enmarcada por si se pueden comportar racionalmente o no se produce en ese momento en todo el mundo. A finales del siglo XIX y comienzos del XX hay teóricos famosos, sobre todo Gustave Le Bon, que hacen su trabajo sobre la psicología de las masas. A mis alumnos les suelo preguntar si no se sienten distintos, interpelados, atravesados por las emociones cuando están en un recital. También la gente cuando actúa colectivamente pierde bajo ciertos contextos la capacidad de actuar con buen juicio. En Argentina, José María Ramos Mejía introduce un cambio fundamental: dice que es cierto, pero no a todos los individuos les pasa lo mismo. A los que más les pasa es a quienes están arrinconados económicamente, los que tienen carencias, los que por una educación deficitaria o escenas de violencia en su juventud, están predispuestos. Aparece esa la emoción como contraste. La gente se deja llevar por la emoción. Ramos Mejía hará de ello otras teorías, rescatará de alguna manera a los caudillos. Dirá que son los únicos capaces de darles a las masas alguna forma de contención y de orientación. Pero lo central de esa innovación es la idea de que la acción colectiva es particularmente preocupante cuando se produce en los sectores vulnerables. Cambiemos, en la última década, quizás tenga menos problemas con las movilizaciones, las marchas masivas, las masas; aun así tiene ideas sobre la relación entre las masas y el líder. En casi todos los casos del antipopulismo, la preocupación por los caudillos es una forma de entrarle a una preocupación por las masas, cómo esas masas se vinculan con la política. Cómo en los momentos claves, en los momentos de transición, en lugar de esperar los buenos resultados de las políticas de largo plazo, entregan su voluntad antirracional al beneficio inmediato.
“Borges hubiera podido decir que el país sería otro si su líder fuera Messi en lugar de Maradona.”
—¿Se podría decir que Diego Maradona representa al populismo y Lionel Messi a la socialdemocracia? ¿Habría algo más estético que ideológico?
—Definitivamente. Si Borges estuviera vivo y pudiera pensar sobre el fenómeno cultural más relevante en la Argentina y en el mundo, que no es la literatura sino el fútbol, bien pudiera haber dicho que este país hubiera sido otro si su líder más representativo fuera Messi en lugar de Maradona. En el antipopulismo hay expresiones de izquierda, de derecha, de centro. De todo tipo. Algunas de ellas hacen contribuciones fundadas a las prácticas democráticas. La que se consolida en particular es una forma específica que anula las otras. Hablabas del Club de Cultura Socialista. Si lo llevás atrás, muchos de ellos, y sus predecesores, pensaron desde la izquierda, desde el Partido Comunista, desde el Partido Socialista y de espacios intelectuales escindidos de ahí, críticas que tenían que ver con la visión modernizadora de la Argentina y que el problema no era la radicalidad del populismo, sino lo contrario. Por ejemplo, la forma en la que atenuaba el conflicto de clases. El populismo pensado como acusación, un elemento central del antipopulismo de derecha, consolidado en las últimas décadas, prefiere muy particularmente ciertas formas y no a otras. El énfasis tiene mucho que ver con ciertas prácticas del peronismo. Hay muy pocas referencias de ese discurso antipopulista contra Donald Trump o Jair Bolsonaro. En 2019, unos pocos meses antes de la elección, La Nación publica una nota para mí muy reveladora. Allí Trump le pregunta a Bolsonaro: “¿Qué podemos hacer por Brasil?”. La repuesta fue: “Lo que mejor pueden hacer por Brasil es luchar para evitar que el populismo vuelva en la Argentina”.
—“Ayudar a Macri”, decís en tu libro.
—Ayudar a Macri en el momento de las negociaciones con el FMI, en las que Trump jugó un papel relevante. Pero son Trump y Bolsonaro, hablando un lenguaje con una investidura antipopulista. Uno puede tener dudas respecto de cuán vaga es la categoría del populismo. Pero ellos tenían una idea muy clara de lo que significaba como amenaza. En el caso de Argentina, la acusación de populismo refiere en general a movimientos más plebeyos en el sentido de un grupo desafiante, desafiante desde abajo. El formato populista recoge un espíritu plebeyo que precede muy largamente a la existencia del peronismo y que viene desde los fundamentos mismos de la Argentina.
—Tu libro comienza con la frase: “La Argentina fue sediciosa antes de ser Argentina”. ¿Ese es uno de los caracteres esenciales de lo que llamarías populismo?
—Parecería ser que hay una trayectoria larga que tiene obviamente un punto fundante en 1810. En ese momento la idea de pueblo tenía connotaciones distintas, no son tan dóciles como se espera. Otras explicaciones dicen que las elites nunca fueron lo suficientemente fuertes como para establecer un sistema de jerarquía sólido que no implicara formas de negociación permanente con aquellos a los cuales debía dirigir. El antipopulismo es un discurso histórico. No porque a Mauricio Macri en particular o a otros les interese la historia en general, sino porque es un discurso anclado en una idea de futuro, como una especie de fuga hacia adelante para dejar atrás algo en dos sentidos. Primero, para dejar atrás un pasado. La casi totalidad de las referencias al populismo asociarán la experiencia peronista con los fenómenos caudillistas del siglo XIX, como una especie de carga que la nación no se saca de encima. Y también en sentido cronológico. Recuperar el momento en el cual Argentina supuestamente sí lo pudo hacer. El momento de la creación del Estado nacional hasta 1910, esa época dorada en la cual las exportaciones produjeron un clima de prosperidad y expansión. Por eso esa parte del libro es una sección que se llama “Prehistoria”. Un momento en que no hay populismo ni antipopulismo del siglo XIX. Pero en los discursos contemporáneos hay una fuerte atadura a una cronología específica, arbitraria, sobre cómo evolucionó la nación. La experiencia del caudillismo sigue retrayendo al país e impide esa llegada hacia adelante, hacia adelante y hacia afuera. Un discurso por un lado cronológico y por otro fuertemente geográfico. El país que debe abrirse hacia el resto del mundo y que no puede hacerlo por esas fuerzas del pasado.
“Pensadores de izquierda creyeron que el problema no era la radicalidad del populismo, sino lo contrario.”
—En esta misma serie también tanto Gabriel Di Meglio como Pablo Alabarces marcaban esta idea de que hay un plebeyismo que antecede en mucho al peronismo y que por alguna razón los plebeyos del Río de la Plata eran más insumisos que los del resto de los virreinatos, y esa era la sorpresa de las elites en ese momento.
—Exactamente. Cuando dije lo anterior me refería a esa entrevista a Gabriel.
—¿Aquel plebeyismo no era político y Juan Perón lo convierte en político? ¿Se anticipó a otros países de Latinoamérica en ese sentido?
—Puede ser. Le da una fuerza que no tiene ningún otro movimiento de base sindical en la América Latina de posguerra. Le da lo que Juan Carlos Torre llama esa sobrerrepresentación del movimiento obrero organizado en la vida política argentina. El prefijo de por sí representa una crítica. Es un fenómeno asociado a ese peronismo que es un fenómeno breve. Tulio Halperin Donghi dice que peronismo fueron tres años que duraron cincuenta. Uno podría decir setenta ahora. En ese momento inicial entre el 43 y el 48 aproximadamente adquiere una dinámica por una variedad de razones que después hasta el mismo Perón en ese ejercicio de politización busca más bien contener, antes que expandir. El peronismo adquirió una identidad que en muchos sentidos tendrá autonomía respecto de lo que quiera o deje de querer Perón. Hay una politización más radicalizada en ese breve período. En la crítica a ese período hay sobre todo un énfasis mayor en la idea de la politización. Si se piensa en la idea del gaucho y la idea del compadrito, son figuras de lo popular y del mundo plebeyo que son una descripción de lo social que se traducirá a la política.
—Algo prepolítico.
—Efectivamente. Pero las descripciones posteriores de cabecita negra y choriplanero describen ese mismo mundo de lo popular, pero desde el otro lado. Son sujetos que se pueden referenciar socialmente, pero que están descriptos sobre todo a partir de su inserción política.
—Quería hacer comparaciones y aprovechar tu experiencia de Noruega. Cabe hacer una introducción. Es el país que tiene el tercer producto bruto per cápita del mundo, el tercero donde la población es la más rica del mundo. El primero en desarrollo humano de acuerdo a las Naciones Unidas, el primero en Democracy Index también de las Naciones Unidas. Justo antes de asumir Alberto Fernández, escribiste: “El Gobierno necesita que triunfe en lo inmediato el modelo económico que está en la base de la volatilidad argentina y al mismo tiempo precisa convocar a que sus víctimas se metan en el Estado y se peleen con el mismo para diseñar una transición hacia algo mejor. Funcionarios actuales y futuros invitan a mirar el modelo noruego. Bueno, lo que hay que mirar es Noruega. Lo único importante en este momento, lo fundamental del éxito de su modelo, es el uso del Estado de los fondos derivados de la extracción petrolera para producir un modelo que tome esa misma explotación petrolera obsoleta e innecesaria”. La Argentina tiene otro tipo de recursos. Allí hay un problema con la diferencia entre stock y flujo. Las regalías petroleras o la minería el Estado pueden ser apropiadas, la producción de alimentos no. Necesita inversión productiva cada año. ¿Cómo se resuelve esa dialéctica?
—Antes de 1970, cuando se toman las decisiones fundamentales ante el descubrimiento del petróleo, había que poder pensar estratégicamente cómo se usan los recursos naturales de la Nación a partir del uso de capital intensivo y de una fuerte intervención del Estado. En el caso de Noruega, el milagro petrolero no se hizo solamente con capital público ni con monopolio público. Lo que hace que no sea Arabia Saudita o Venezuela tiene que ver con una participación mayoritaria en algunos casos del Estado en la explotación y con un sistema de regulación que le permite al Estado forzar a las compañías a perforar mucho más allá de los niveles estándares, garantizando un altísimo nivel de productividad de los pozos petroleros y la creación del famoso fondo soberano que explica muchos de los índices. Argentina no puede hacer eso. Con la tierra se hacen otras iniciativas. El IAPI fue un intento por lograr ese rol regulador del Estado con aquellas ganancias que no se pueden apropiar como sucede con el petróleo. Lo de las retenciones tuvo que ver con eso. En el imaginario Noruega se usa en un sentido y en el contrario también. Uno ve editoriales de La Nación donde no aparecen elementos que caracterizan el éxito del milagro noruego. Es una fuerte intervención del Estado, el altísimo nivel de subsidio en la economía y la presencia determinante de los sindicatos en la vida política y social. Uno podría describir bajo esos tres aspectos a Noruega como el lugar más populista del mundo. Si uno se pone a pensar, se ve cómo estos elementos preceden a la prosperidad. Me parece interesante discutir no solo Noruega como proyecto de país específico, aparte de las diferencias abismales, sino los imaginarios que se ponen en juego cuando se menciona el milagro noruego. Por otra parte, el milagro noruego estaba asociado a dos de las industrias más problemáticas en el proceso de modernización en el mundo durante todo el siglo XX, especialmente la petrolera. Presenta hoy otros desafíos que en ese momento no estaban tan presentes, como el cambio climático, que hoy invitarían a cualquier otro tipo de iniciativas muy distintas.
“En la Noruega actual se presentan nuevos desafíos a las instituciones políticas.”
—¿Cómo se estructuran las clases sociales en un país tan igualitario como Noruega?
—Las tradiciones igualitarias en Noruega vienen de antes de la guerra. Se deben en parte a la pobreza y al hecho de que cuando empieza, desde el Plan Marshall en adelante, a desarrollarse el país en la posguerra, la diferencia entre el decil más rico y el más pobre es mucho menor que en muchos otros países. Es igualitario hacia abajo. Así, el conflicto redistributivo es mucho menos acentuado y violento. Las clases sociales existen. Lo que estamos viendo ahora como milagro noruego es una esquina entre las calles de la prosperidad y la igualdad. Pero es eso, una esquina. Hacia adelante el país tiende a ser crecientemente más próspero, pero también crecientemente más desigual. Uno que es argentino y que está acostumbrado a detectar desigualdad en todos lados, empieza a ver indicios en los estudiantes que no pueden pagar los servicios dentales que antes sí, en la decisión de eliminar un impuesto a la herencia de hace un par de años. En Noruega todo es lento, y el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar también es un proceso. Aun así es posible ver a lo largo del tiempo un proceso de cambio que no necesariamente está representado por esta foto de estos últimos cinco o diez años.
—Hay elecciones ahora en septiembre. ¿Cómo afectó la pandemia al oficialismo y la oposición?
—Si supiera cómo va a afectar, me hago consultor. Pero podríamos anticipar algo. El gobierno se beneficia por un muy buen manejo de la pandemia, asociado con un muy buen resultado. Hubo 790 muertos a lo largo de toda la pandemia. Ha habido actividad atenuada marcada por un patrón de cierre localizado dependiendo de cada una de las ciudades. Siguió habiendo actividad económica. Hay un fondo soberano que permitió en el medio de una recesión que no tenía control, asociada al cierre de las fábricas, compensar esos efectos recesivos. Hay una especie de milagro. También hay una idea que uno podría pensar que Argentina cuando hace las cosas mal, le va mal, y cuando hace las cosas bien, le va mal también. Noruega cuando hace las cosas bien, le va bien, y cuando hace las cosas mal también le va bien. Entonces cuando cayó el precio del petróleo y la corona se devaluó más que nunca en la historia desde la guerra, el fondo soberano que básicamente marca el bienestar de la solidez de la economía noruega está por ley en cualquier moneda que no sea noruega. Desde el momento en que se devalúa y que la economía sufre el impacto de esa devaluación, el fondo soberano aparece ahí como un respaldo categórico. Permite reactivar, no automáticamente, no mágicamente. La inversión no es igual que la de hace dos años, pero facilita salir con bastante destreza sobre todo comparado con nosotros. Tendería a creer que eso favorece al gobierno. Me parece que el otro tema a tener en cuenta es la participación de la ultraderecha. En Europa la ultraderecha tuvo participaciones crecientes en general en los últimos diez años en el electorado. Acá siempre fue moderado. El gobierno de centroderecha incluyó a la ultraderecha y a los neonazis dentro de la administración. Dejaron el gobierno hace un año y medio. Me parece que una de las cosas importantes es tener en cuenta cómo se definirá esa participación de la derecha por fuera del gobierno.
“El antipopulismo parte también de una escucha muy particular sobre lo que sería el pueblo.”
—¿Influye el tamaño del país? Bergen, la segunda ciudad de Noruega, es la mitad de Quilmes, de Merlo, de Lanús, la cuarta parte de La Matanza. ¿Es más fácil administrar un país como Noruega o como Uruguay en nuestro continente?
—La combinación de prosperidad, recursos naturales de muy baja densidad y poca población aliviana la presión. No solo la social, sino sobre los recursos naturales. Hasta fines de los 60, Noruega no era ni remotamente el país más próspero de Escandinavia. Era vista por los suecos y por los daneses como el país menor. Los chistes de gallegos en Escandinavia se hacían sobre los noruegos. Y ese país se choca con el petróleo casi de casualidad. Sobre eso se junta la virtud. Hay un manejo que garantiza que el impacto socialmente sea el que vemos, pero sin duda esa combinación de recursos naturales, amplísima extensión y una historia en la cual la desigualdad nunca fue tan relevante, aun cuando el país no era rico, me parece que ayuda a explicar.
—Dejame juntar Noruega con la domesticación de los plebeyos. En algún momento el sistema monárquico tuvo que haber resuelto la domesticación de los plebeyos o la ascensión de los plebeyos. ¿Cómo fue?
—Ahí el tema central es la evolución del Partido Laborista y su relación con la masa sindical. El Partido Laborista funda una de las corrientes centrales de la socialdemocracia al separarse del comunismo a mediados de los 20 y al decir que dentro de su partido no es obligatorio ser miembro de la clase obrera. Eso da origen a una forma de política, por un lado de izquierda, por otro lado con fuerte relación con los sindicatos, pero al mismo tiempo profundamente multiclase. La monarquía acá tiene una historia descripta en esa narrativa nacional, al menos épica, en el sentido de que el rey es desplazado durante la guerra, durante la ocupación nazi, y regresa con una enorme legitimidad que le permite liderar ese proceso en el cual los partidos son pluriclasistas con una alta dosis de legitimidad. Hoy por hoy la monarquía tiene por un lado un rol formal, pero también ejerce ese lugar que nosotros vemos en los jefes de Estado de los países que no tienen monarquía. El rey es un lobbista de las compañías salmoneras. Y en esa imagen que se ve en 2019 en la visita de Estado que hace a Chile el rey de Noruega probablemente por primera vez en la historia de las relaciones exteriores de Noruega, se percibe que en lugar de recibir aplausos y elogios, se encuentra con la protesta de pescadores y miembros de los sindicatos de las salmoneras noruegas en Chile que protestaban por las condiciones de trabajo y contra la idea de expandirse hacia las reservas naturales. Esta sociedad presenta nuevos desafíos a las instituciones políticas, a las formas institucionales y al proceso de redistribución económica.
“El antipopulismo de centroderecha es el más vigente, pero no es el único”
—Ernesto Laclau, en “La razón populista”, utiliza una idea de Jacques Rancière para diferenciar pueblo de clase obrera vinculada a la subjetividad. La idea de que el pueblo no es una entidad sociológica. “Los proletarios no son ni los trabajadores manuales ni las clases trabajadoras. Son la clase de los incontados que solo existen en la propia declaración por la que se cuentan a sí mismos como aquellos que no son contados”. ¿El pueblo, si no es una clase, es una ontología, una subjetividad, una emoción?
—Como una construcción política. Algo de eso mencionaba Rancière en un reportaje que hiciste hace un tiempo. Como una invención tanto como sujeto político privilegiado, sobre todo en el caso del peronismo, así como problema. Mi impresión es que la idea de pueblo, que en el siglo XIX tiene otras connotaciones, se puede pensar de otra manera, mucho más general que la idea de clase, asociada a la idea de masa. Presenta ese doble desafío para la construcción de un Estado moderno y democrático. Las elites en Argentina nunca concibieron un proyecto de país que excluyera a ese pueblo narrado. Lo que describís en todo caso como un sentimiento o como una forma de asociarse de aquellos que no tienen participación directa en el poder. El único diario que se atribuye a sí mismo la condición populista es el que tiene como lema “vinimos a actuar porque estamos cansados de oír”. Expresa esto que vos especificabas en la conversación de Rancière sobre Laclau. Las elites nunca imaginan a esas masas fuera del sistema político, como totalmente excluidas, como sí puede pasar en otros países, como en Estados Unidos. Pero al mismo tiempo, y precisamente por eso, presenta el desafío mayor de cómo se hace para incluir a estos grupos. El populismo es una especie de dispositivo que explica la desviación del patrón normal, lo que las masas deberían haber hecho a partir de la Ley Sáenz Peña, en el momento de apertura de la economía de posguerra.
—También en esta misma serie de reportajes, Jorge Alemán dijo que el pueblo para él y para Ernesto Laclau era una falta: “Algo que siempre estaba construyéndose”. ¿El anti es otra expresión de la falta?
—Hay desde el lugar del antipopulismo un ejercicio no lacaniano de escucha muy particular de qué hace el pueblo. Imaginar ciertos actos, ciertas conductas prepolíticas, antes de la política, que hacen a la conformación del pueblo: lo que se come, la música que se escucha, los lugares donde se vive, los lugares a los que emigra, el tipo de trabajo que se tiene. No sé si hay una relación específica entre esa definición del anti y de la falta. Pero me quedo pensando en aquello lacaniano que es el ejercicio de la escucha. En la construcción de ese anti hay un ejercicio particular de escucha de la constitución del pueblo en el momento previo a la política. Es una variedad de elementos del mundo de lo social. Se los establece como datos que permiten detectar, escuchar y predecir cuál va a ser el comportamiento político. En las descripciones de Sarmiento del Facundo lo que hay es todo el tiempo un ejercicio no de empatía, pero de agudizar al máximo el esfuerzo por escuchar qué es lo que está pasando ahí abajo. Ese ejercicio se repite por parte de quienes tendrán una mirada crítica con mucho más énfasis cuando emergen los movimientos populistas durante el siglo XX. Estos problemas previos a la política pueden explicar y predecir ese comportamiento no virtuoso que después se expresa en la Plaza de Mayo, en los votos, en el excesivo peso de los sindicatos en la política argentina. Allí el pueblo es algo perpetuamente reconstruido a partir de ese problema, de esa deformación que en algunos casos puede tener que ver con la falta de racionalidad o con el exceso de emoción. En todos los casos tiene que ver con un pueblo que arrinconado en general ante situaciones críticas y en general vinculadas a carencias económicas, termina llevando las cosas hacia el camino equivocado. Tomando decisiones que le dan beneficios inmediatos pero desvirtúan el interés general. Ahí hay una síntesis de cómo el antipopulismo lo ve, en particular aquel que se consolidó en el último medio siglo: ese populismo de centroderecha, el que está más vigente hoy, pero que ciertamente no es el único.
“En el primer peronismo y el kirchnerismo no solo se trata de repartir, sino de fundar una narrativa”
—En el libro decís que “en el centro ideológico del populismo latinoamericano está la noción de los derechos sociales, la creencia de que ciertos grupos han sido sistemáticamente postergados de los réditos económicos de la nación, por lo que el Gobierno debe proveer beneficios y garantías y derechos adicionales a estos grupos, más allá de los derechos y las cualidades individuales de sus integrantes y del rendimiento económico de sus acciones”. Pareciera que esos períodos de concentración política del populismo están asociados a un proceso de derrame de riqueza. ¿Se puede distribuir riqueza sin crearla previamente?
—En ese texto busco reafirmar el componente político que acompaña ese proceso de redistribución que mencionás, el del 45 al 48 y los años del gobierno de Kirchner. No se trata en ninguno de los dos casos solo de repartir, sino de fundar una narrativa y en una particular idea de derecho que lo haga atractivo para los beneficiados. Que se sientan parte de un proceso político y económico. En la discusión en la Argentina aun antes de la aparición del peronismo está siempre esa tensión entre productividad y redistribución. Hay un cable dos días después del 17 octubre de John Cabot, que estaba a cargo de la Embajada de Estados Unidos acá, después de que se había ido Spruille Braden, que dice: con los niveles de desigualdad que hay entre ricos y pobres en la Argentina, no está tan mal que haya una revolución social en ese país. Es lo esperable. Hasta 1945 la discusión era que el problema de la falta de productividad de la Argentina tenía que ver con el gasto suntuario de las elites. Por eso se las llamaba oligarquías. No se las reconocía como un ator legítimo, sino como aquellos que no lograban tener tasas de ahorro sustentables y que se gastaban la plata. Esa crítica modernizadora cambia a partir del 45. A partir de ahí el problema de la falta de productividad será denunciado por los mismos actores. Ya no son las elites, sino los obreros que ejercen una presión que es difícil de contener. Efectivamente, no se puede repartir riqueza que no existe, pero lo que en la Argentina se discute es la forma en la que se produce esa riqueza. Es fascinante leer la biografía pública política de Daniel Funes de Rioja y su prédica a favor de la reforma laboral. Plantea que solo puede repartir a partir de mejorar su productividad. Pero la idea de productividad tiene que ver sobre todo con la reducción de los costos laborales. Es un discurso permanente. Es de las pocas cosas que no varían de gobierno a gobierno. Esa voz presente perpetuamente que invita a la baja en los costos laborales, a un proceso de redistribución regresiva de los ingresos, es la condición para que el país pueda producir y a partir de ahí repartir. Lo que se encierra ahí es el momento de la transición. Las masas lo que no saben es que se oponen a la reforma laboral y medidas de ese estilo.
—Es la figura que vos decís entre espera y desespera. La masa tiene que esperar en la cola del hospital, del cobro de la jubilación, de la distribución de la asistencia social y finalmente se cansa.
—Los pobres no aprenden a esperar el momento en que llegan los frutos, y en esa desesperación terminan tomando un camino que no es virtuoso. Hay muchos trabajos que hablan de la espera como un mecanismo disciplinador hacia abajo. El libro de Javier Auyero lo trabaja específicamente. El centro de la discusión ya no tiene que ver con que hay una disputa entre productividad y distribución, sino con cómo se presenta la idea de productividad como proceso de espera eterna, en algunos casos, y redistribución regresiva del ingreso, a la espera de que llegue ese momento del reparto.
—¿Lo que podríamos decir es que el populismo consume el futuro en el presente?
—En la crítica antipopulista, el populismo es exactamente lo que dijiste.
—Y al revés, el antipopulismo lo que plantea es que cosecha y siembra. La espera sería lo que define la categoría de populismo y antipopulismo.
—Para decirlo en términos más asociados a las tradiciones de análisis político, esa idea de espera se superpone con la de transición. Supone que hay dos puntos estables, uno atrás y uno adelante, y gente que está yendo de uno para el otro. Si lo hiciera virtuosamente se llegaría a este punto adelante, el punto de adelante siempre es el mejor, y si no se queda en el medio. En la Argentina, pero en todo el mundo, digamos, esa idea de transición organiza todas las transformaciones sociales del siglo XX: la transición del campo a la ciudad, del agro a la industria, de la industria a la era tecnológica, de lo nacional a lo global. Siempre hay instancias en que el presente de alguna manera desaparece. Y los de abajo, los del espíritu plebeyo, tienen que contenerse, subsumirse a esa cronología para esperar la llegada de los resultados al final del camino.
Producción: Pablo Helman y Debora Waizbrot.