Réplica

Una tierra, dos pueblos y varias historias en disputa

“Reducir el análisis del conflicto palestino-israelí a una carrera por la victimización solo contribuye a perpetuar los ciclos de violencia”, dice el autor de la nota en respuesta a la columna “Multiplicar el Talion”, escrita por Américo Schvartzman. Y explica su punto de vista.

Guerra en Medio Oriente: Tel Aviv bombardea Gaza. Foto: REPERFILAR

La nota Multiplicar el Talión de mi viejo amigo Américo Schvartzman (Perfil, 15/12/2024) se apoya en las terribles cifras de víctimas del conflicto palestino-israelí para fundamentar la necesidad de un repudio moral. Los números son, en efecto, necesarios e ineludibles en la comprensión de una guerra: contabilizan víctimas, calculan daños, establecen dimensiones y proporciones, nos permiten entender la magnitud material de la tragedia. Sin ellos, correríamos el riesgo de minimizar o relativizar el impacto real de la violencia. 

Sin embargo, el encuadre del conflicto en términos puramente cuantitativos puede oscurecer la comprensión del contexto histórico y la naturaleza misma del conflicto. Sumemos a esto que existe un punto en que la acumulación incesante de cifras, lejos de clarificar, actúa como un manto de niebla que opaca la persistencia de las narrativas preestablecidas sobre el conflicto. 

Las cifras muestran pero no explican. Las imágenes del sufrimiento nos interpelan, no sólo por el horror que documentan sino por nuestra posición como espectadores de ese dolor. Este horror y la empatía con las víctimas son un punto de partida necesario e ineludible para cualquier análisis del conflicto - sin esta dimensión humana fundamental, todo análisis sería una abstracción vacía. Pero esta interpelación moral, aunque necesaria, no puede ser el punto final: exige más que la mera contemplación empática o la indignación abstracta. Es innegable que en esta guerra y en términos cuantitativos los civiles palestinos llevan infinitamente la peor parte.  

Como innegable es el horror que sufrieron y aún sufren los civiles asesinados, torturados, violados y secuestrados por Hamas en las poblaciones de la frontera sur de Israel el 7.10.23. Pero reducir el análisis a una carrera por la victimización solo contribuye a perpetuar los ciclos de violencia. La verdadera responsabilidad ante el sufrimiento de los otros requiere comprender cómo se llegó hasta aquí y, sobre todo, cómo se para. Para entender esto necesitamos examinar el conflicto en varias dimensiones, históricas y políticas, más allá de las simplificaciones que, aunque consoladoras para la conciencia moral, terminan perpetuando este ciclo de tragedia.

¿Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra?

En la década de 1850, en pleno debate sobre el futuro de la Tierra Santa, Lord Anthony Ashley Cooper, séptimo Conde de Shaftesbury - un prominente político y reformador social británico - acuñó una frase que tendría una compleja posteridad. Shaftesbury, un evangélico devoto que creía en el 'restauracionismo' - la doctrina que veía el retorno judío a Palestina como prerequisito para la Segunda Venida de Cristo - describió la situación como "una tierra sin nación para una nación sin tierra". La frase, en su contexto victoriano, no negaba la existencia de habitantes en Palestina sino que se refería a la ausencia de una entidad política organizada en la región, entonces bajo dominio otomano. Esta posición religiosa coincidía con los intereses británicos en la región, pero iba más allá de ellos, como se comprobaría dramàticamente varias décadas después: expresaba lo que venía siendo una constante en la cultura británica desde el siglo XVII, la presencia de un 'filosemitismo' que identificaba al esforzado pueblo británico con el antiguo pueblo bíblico. Esta identificación, que se remonta a la revolución puritana de Cromwell y la readmisión de los judíos en Inglaterra, veía en el retorno judío a Sión una confirmación de las profecías bíblicas y una validación del propio destino histórico británico.

Medio siglo después, esta visión religiosa protestante sería reutilizada en términos seculares por Israel Zangwill -escritor anglo-judío y una de las figuras más prominentes del movimiento sionista en Inglaterra- quien modificaría la frase original al hablar de 'una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra', transformando lo que era una observación sobre la ausencia de soberanía política en una aparente negación de la presencia árabe. Zangwill, quien inicialmente apoyó con entusiasmo el proyecto sionista, utilizó la frase para promover el asentamiento en Palestina.

Sin embargo, hacia 1905, ante las dificultades prácticas de colonización bajo el dominio otomano y la realidad demográfica del territorio, se distanciaría del sionismo palestinócéntrico para promover su proyecto 'territorialista' - la búsqueda de otros espacios para el asentamiento judío, desde Uganda hasta Canadá, donde su slogan parecía poder aplicarse de manera más literal. El movimiento sionista mayoritario, sin embargo, rechazó esta deriva territorialista: no buscaba simplemente 'una tierra para habitar' sino el retorno específico a lo que, desde su narrativa fundacional y desde lo que la tradición judía mantenía desde el fondo de los tiempos, consideraba su patria histórica. Si estos conceptos de 'patria histórica' y 'retorno' pueden sonar anacrónicos en 2025, a fines del siglo XIX tenían una densidad y un significado completamente diferentes. Las citas y referencias históricas requieren siempre de una cuidadosa contextualización para no proyectar sobre ellas nuestras preocupaciones contemporáneas.

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Justamente, lo que es crucial notar es que Theodor Herzl, el fundador del sionismo político, nunca utilizó esta frase ni se hizo eco de la negación que sugería. Al contrario, en su novela utópica Altneuland (1902), Herzl describe explícitamente la presencia árabe en Palestina y propone, con algo del optimismo decimonónico y una inquebrantable fe positivista en el progreso igualador, una visión de coexistencia donde los árabes son ciudadanos con plenos derechos en el nuevo estado. En esta obra, Herzl imagina una sociedad donde el desarrollo tecnológico y el progreso económico benefician por igual a judíos y árabes, donde existe representación política árabe en el parlamento, y donde el personaje árabe Reschid Bey declara que los judíos han traído bendiciones tanto para sus propios hijos como para los árabes. La novela incluso incluye como villano a un demagogo judío que propone negar derechos a los no judíos, personaje que es derrotado política y moralmente por los protagonistas. Al atribuir a Herzl una consigna que no solo nunca utilizó, sino que contradice frontalmente sus posiciones expresas, y que en realidad fue acuñada por una figura que terminaría alejándose del movimiento sionista, el autor construye una versión del sionismo que parece diseñada a la medida de su crítica. Esta simplificación no es solo un error ni es accidental.  

Las ”narrativas en uso”

En una nota anterior (La historia no es un juego de suma cero) yo proponía una lectura divergente del conflicto a la planteada por Américo, señalando varios puntos críticos: la ausencia de agencia histórica palestina, la presentación descontextualizada del Acuerdo Haavara, y una visión que parecía requerir la desactivación de ciertas narrativas históricas como prerequisito para desatar el nudo gordiano del conflicto. Aunque estas observaciones podian invitar a un debate, el autor prefirió, en su pleno derecho, responder principalmente a mi retórica del 'destino compartido' de árabes y judíos. Si bien en esta nueva nota sus posiciones son más explícitas, los problemas fundamentales de su análisis no desaparecen al 'redoblar la apuesta'. Si el tono de esta respuesta puede resultar por momentos incisivo o áspero, es porque la gravedad del tema y sus implicaciones así lo exigen. No desconozco la genuina preocupación humanitaria que subyace a las posiciones de Schvartzman, ni pongo en duda su compromiso con la búsqueda de la verdad, pero justamente por eso es crucial dar este debate con toda la profundidad y el rigor que merece. 

La atribución a Herzl de una 'narrativa basada en una consigna falaz: Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra' es sintomática de esta visión más amplia del conflicto. No se trata solo de un error factual sino de un mecanismo de construcción histórica que se manifiesta a lo largo de todo su análisis, particularmente en el tratamiento de los actores del conflicto. 

La celebración por parte de Schvartzman de la analogía de Isaac Deutscher como 'la más esclarecedora posible' es reveladora. En ella, Deutscher compara el surgimiento de Israel con un hombre que salta de una casa en llamas donde parte de su familia ya ha muerto. Al saltar, este hombre cae sobre un transeúnte inocente, rompiéndole brazos y piernas. 

El hombre que saltó no tuvo otra opción para salvarse, pero para el herido él es el culpable de su desgracia. En esta analogía, el palestino es representado únicamente como 'el hombre herido' que, sin capacidad de acción propia, solo puede 'jurar venganza' y ser 'maltratado e insultado'. La metáfora, aunque efectiva para ilustrar el origen traumático del conflicto, reduce toda la complejidad de la experiencia y la agencia política palestina a la de una víctima accidental de la huida judía de Europa. Es significativo que Deutscher, un marxista internacionalista, construya una imagen donde el palestino aparece como un transeúnte casual golpeado por la caída de otro, sin historia propia, sin proyecto político, sin capacidad de decisión. Esta representación del palestino como objeto pasivo de la historia, como mero receptor de acciones ajenas, no solo simplifica la realidad histórica sino que reproduce, como bien demostró Edward Said, una concepción orientalista de la que no estaban exentos tampoco los más ilustres pensadores de izquierda: la visión del árabe como un ser incapaz de agencia histórica propia, eternamente reactivo a las acciones de otros. 

Esta concepción orientalista tiene consecuencias políticas concretas: al negar la capacidad de acción y decisión política del mundo árabe y palestino, termina reproduciendo paradójicamente el mismo paternalismo colonial que pretende criticar. La representación del palestino como eterno oprimido, sin capacidad de elaborar estrategias propias o tomar decisiones autónomas, no solo distorsiona la historia sino que dificulta cualquier posibilidad de diálogo político real entre iguales. Al mismo tiempo, reduce la compleja historia del sionismo a uno de sus catalizadores, la 'huida de Europa'.

La reducción de los palestinos a objetos pasivos de la historia se articula con una crítica que, aunque se presenta como dirigida a las políticas específicas de Israel, apunta a cuestionar la legitimidad misma del Estado. Esta visión ignora los movimientos reformistas y nacionalistas que transformaron el mundo árabe durante la caída del Imperio Otomano, así como la especificidad de la experiencia palestina. No se trata aquí de afirmar una autonomía absoluta de los sujetos históricos, siempre condicionados por fuerzas e intereses que los exceden, sino de señalar la doble vara con que se analiza al movimiento sionista en relación con otros movimientos nacionales surgidos en el tormentoso final del siglo XIX.

La extensa referencia a Deutscher, la impugnación de las narrativas fundacionales (incluyendo la atribución errónea a Herzl), y la presentación acrítica y descontextualizada de la Nakba como evento definitorio terminan delineando el núcleo de la tesis que guia la nota: una crítica que trasciende las políticas del actual gobierno israelí o las políticas históricas particulares para cuestionar el proyecto mismo de autodeterminación judía.

Esta narrativa de falta de agencia histórica contrasta con la rica documentación sobre el desarrollo de la identidad palestina que han aportado historiadores como Rashid Khalidi. En su obra Palestinian Identity: The Construction of Modern National Consciousness, Khalidi demuestra que ya a finales del siglo XIX, mucho antes de la confrontación con el sionismo, existía una identidad palestina distintiva dentro del mundo árabe, vinculada al desarrollo de una prensa local, una elite urbana educada y un sentido de particularidad regional. Si bien el enfrentamiento con el proyecto sionista actuó como un catalizador que cristalizó esta identidad, reducirla a una mera reacción defensiva implica desconocer procesos históricos más profundos.

El esfuerzo por 'desactivar las narrativas en uso' termina dirigiéndose exclusivamente contra una de las narrativas, la sionista, dejando intacta e incuestionada la narrativa que convierte a la Nakba en el aleph a partir del cual se puede ver toda la complejidad del conflicto. Esta presentación acrítica omite momentos históricos cruciales donde el liderazgo palestino ejerció una agencia política decisiva. Los ejemplos son múltiples: la negativa a dialogar con la Comisión UNSCOP en 1947, el rechazo a priori del plan de partición de ese mismo año, y la decisión de no establecer instituciones de autogobierno durante el Mandato Británico cuando existían las condiciones para hacerlo. El plan de partición de 1947, más allá de sus imperfecciones, hubiera creado en la práctica un Estado palestino soberano y, si bien no hubiera resuelto el conflicto definitivamente, al menos lo hubiera situado en un contexto de simetría entre ambos movimientos nacionales.Esa misma historiografía que documenta la temprana formación de una conciencia nacional hace más significativas las decisiones políticas que llevaron a rechazar las diversas oportunidades de construcción estatal.

Américo relata su visita a Safed y nos habla de la desaparición de la población árabe en términos de limpieza étnica. Esta narrativa estaría incompleta sin mencionar otros eventos igualmente trágicos: la masacre y expulsión de la comunidad judía de Hebrón en 1929, que dejó una cicatriz en la memoria colectiva, o la matanza de civiles judíos en Gush Etzion por la Legión Árabe en las horas previas al fin del Mandato Británico. La Ciudad Vieja de Jerusalén ofrece otro ejemplo: entre 1948 y 1967 su milenaria y escasamente sionista comunidad judía fue expulsada por el Reino de Jordania.

Por otro lado, hay hechos que desafían las lecturas maniqueas. Cuando a partir del plan de partición de 1947 comenzó una guerra civil entre las poblaciones judía y árabe en Palestina y se iniciaron los primeros desplazamientos de población, Golda Meir, en representación de la Agencia Judía, llegó hasta Haifa y se reunió con los líderes árabes para pedir que su población permaneciera en la ciudad. Mientras algunos historiadores sostienen la tesis de una limpieza étnica planificada, la acción de Meir, figura prominente del sionismo socialista, ejemplifica la existencia de corrientes dentro del movimiento sionista que contemplaban la posibilidad de coexistencia. Si bien este episodio no niega la realidad del éxodo palestino ni las acciones militares que lo impulsaron, sí indica que las dinámicas del conflicto fueron más complejas que una simple política monolítica de expulsión.

En ninguno de estos casos creo que el término 'limpieza étnica' contribuya a una comprensión más profunda del conflicto. No se trata aquí de establecer una competencia de sufrimientos ni de reivindicar, como hace la derecha colonizadora en Israel, un supuesto derecho al retorno judío a Hebrón. La guerra de 1948 no fue una historia de agresión unilateral sino un conflicto trágico donde ambos pueblos sufrieron pérdidas y desplazamientos, y donde las decisiones políticas de todos los actores tuvieron consecuencias con las que convivimos hasta hoy.

Este silencio sobre las condiciones históricas que marcaron el nacimiento del Estado judío es consistente con la narrativa que lo presenta como un anacronismo histórico. Para sostener esta posición, Schvartzman cita a Deutscher y su visión de un Medio Oriente confederado, proyecto que según el propio Deutscher era irrealizable a corto plazo porque 'los judíos israelíes están aún demasiado intoxicados con su recién adquirido estado nacional, y los árabes están demasiado obsesionados con la injusticia sufrida como para poder ver más allá'. Pero en 1958, cuando Deutscher escribió estas líneas, la supuesta 'intoxicación' de los judíos con el estado nacional no era más que el reflejo de heridas mucho más profundas: el exterminio reciente de seis millones, la negativa del mundo a acoger a los refugiados que huían de Europa y que en muchos casos al llegar a Palestina debieron enfrentar una guerra de supervivencia que ni buscaron ni era, en ese contexto, un imperativo determinista. 

Y nuevamente, Deutscher presenta a los árabes como 'obsesionados con la injusticia sufrida', como si no hubieran tenido ningún papel activo en el desarrollo y las consecuencias del conflicto o no tuvieran la capacidad de elaborar una estrategia racional. La mirada de Deutscher es efectivamente esclarecedora, como sugiere la nota, pero no del conflicto israelí-palestino sino de una lectura de izquierda que parece atrapada en su propia conceptualización, en un gesto que preanuncia a cierta izquierda académica contemporánea.

Y si no el Estado…¿qué?

No por primera vez en la historia, se sugiere que los judíos sean, como el biblico Najshon frente al Mar Rojo, los primeros en dar el salto hacia un mundo futuro de fronteras disueltas y nacionalidades superadas, independientemente de las condiciones materiales del presente. Esta expectativa se refleja en la respuesta que da Schvartzman a mi argumento sobre que 'israelíes y palestinos no tienen otro lugar donde ir'. Su observación de que 'viven más personas judías fuera de Israel que dentro' es, en el mejor de los casos, irrelevante y omite las realidades demográficas del último siglo. 

Antisemitismo recargado: cuando el odio nubla la razón

“Empíricamente”, cuando los judíos de Europa buscaron adonde ir en una situacion de vida o muerte, se le cerraron las puertas de todo el mundo, inclusive las de la “Tierra Prometida” del Cono Sur. En su formulación más problemática, no solo sugiere una visión del mundo como espacio de libre movilidad que la experiencia histórica desmiente trágicamente, sino que retoma uno de los tropos clásicos del antisemitismo: la imagen del judío como eterno cosmopolita, 'sin raíces' como se decía en el lenguaje oficial del antisemitismo de la era de Stalin, capaz de trasladarse de un lugar a otro precisamente porque no tiene lealtad real con ninguna patria. 

La afirmación de que 'muchos judíos del mundo construyen un destino común con gente muy diversa' se enlaza con su referencia al 'problemático suelo de Medio Oriente'. Estas expresiones son reveladoras y nos enfrentan a una disyuntiva incómoda: si lo problemático es la presencia árabe per-se, estamos frente a una forma bastante plana de orientalismo; si lo problemático es la autodeterminación nacional judía, entonces nos encontramos en la curiosa posición de sostener que todos los pueblos parecen tener derecho a un Estado nacional menos el judío. La sugerencia de que la Tierra Prometida podría estar 'en cualquier lugar del planeta' sugiere, curiosamente, que el problema radicaría en la propia idea de un Estado judío, como si la autodeterminación nacional judía (y solo ella) fuera de algún modo incompatible con la construcción de vínculos con otras comunidades. 

La atribución de responsabilidad al Estado de Israel y sus 'defensores incondicionales' por 'promover el avance de la judeofobia en todo el mundo' ignora la naturaleza autónoma del antisemitismo contemporáneo. Sin hurgar demasiado, mientras se escriben estas líneas en la propia Repùblica Argentina las redes sociales estan atiborradas de motivos del antisemitismo más virulento y medieval a partir de que “los judíos ofendieron a Cristo” en un mediocre sketch de un programa de streaming. En un momento en que presenciamos el recrudecimiento de un antisemitismo ultramontano que se manifiesta en ataques a sinagogas, escuelas judías y centros comunitarios en todo el mundo -manifestaciones de odio que poco tienen que ver con las políticas específicas del Estado de Israel-, esta atribución de responsabilidad sugiere una 'culpa' judía fundamental: el pecado original de haberse atrevido a crear un Estado nacional cuando ciertas corrientes de pensamiento advertían no hacerlo.  La narrativa omite, nuevamente, que el nacimiento de Israel contó con el patrocinio y apoyo entusiasta de vastos sectores del progresismo mundial, que veían justamente en el lado árabe el sector reaccionario de la contienda.

Esta distinción entre la crítica a políticas específicas y el cuestionamiento de la existencia misma del Estado es crucial: por definición, nada que sea contingente -sea una política estatal específica, una idea política o incluso una utopía social- puede ni merece una defensa incondicional, actitud que queda reservada al fanatismo y sus certezas absolutas. Sin embargo, la necesidad del marco estatal como garante de derechos y seguridad requiere una defensa decidida, tanto en el momento del nacimiento de Israel como en nuestros días. No se trata de una defensa abstracta del Estado nacional como ideal superior o como marco final del desarrollo histórico, sino del reconocimiento de que, tanto entonces como ahora, el Estado constituye el único marco efectivo para garantizar la seguridad y los derechos fundamentales de las personas. Aunque el Estado nacional sea una construcción histórica relativamente reciente y probablemente transitoria en la larga duración de la historia humana, basta observar la situación de los pueblos que carecen, en la modernidad, de un marco estatal propio para comprender la insistencia de algunos judíos en preservar el suyo. Por supuesto que podemos poner en duda también conceptos como pueblo o nación, que han sido manoseados y manipulados al servicio de cuánta canallada se haya paseado por el mundo, pero no podemos negar la definición con la que un colectivo elige identificarse.

Y este principio vale tanto para los palestinos como para los judíos. Las políticas específicas de cualquier Estado -sean estas equivocadas, injustas o incluso criminales, de acuerdo a la perspectiva con que sean leídas- marcan inevitablemente su carácter y desarrollo histórico, pero no agotan su función ni su potencial como marco institucional para la protección de derechos y la construcción de proyectos colectivos. Y justamente desde esta perspectiva es que la cuestión palestina se vuelve más concreta, alejándose de la utopía internacionalista de Deutscher que tanto entusiasma a Américo: la solución pasa por la construcción de un Estado palestino junto a Israel, y no en su lugar, como sería la única consecuencia práctica de la imposición de aquella utopía en la presente situación histórica. 

Dos miradas divergentes

La atribución a quienes critican sus posiciones de estar 'disimulando la deriva fascista del sionismo hegemónico con versiones apenas más elaboradas que los trapos sucios se lavan adentro' muestra cómo el autor prefiere debatir con un adversario imaginario antes que con los argumentos reales de quienes lo critican. Quien garabetea esta respuesta ha denunciado consistentemente y en toda oportunidad la deriva supremacista del actual gobierno de Israel y de diversas corrientes en el sionismo y en la política judía e israelí, con insistencia y claridad, no solamente en español sino con frecuencia en hebreo y en Israel. También a sabiendas de que hay quienes solo tienen ganas de escuchar un poco de “esclarecimiento” oficialista.  El verdadero desafío de las fuerzas progresistas de Israel, que Schvartzman dice reconocer, es justamente poder ejercer esta crítica mientras se defiende la legitimidad del proyecto de autodeterminación judía. Sumarse al coro que canta 'del río al mar' siempre será una alternativa más simple.

En esta y otras notas, Schvartzman hace referencia recurrente a Gideon Levy. Este cronista realiza un trabajo de enorme valentía: décadas de investigaciones detalladas sobre la crueldad de la ocupación en Cisjordania, sobre los abusos y las incongruencias del poder militar israelí y sobre la acción sistemática contra la vida y la integridad de los civiles palestinos han hecho de sus columnas en Haaretz un testimonio fundamental sobre el lado oscuro de la sociedad israelí, un testimonio que muchos eligen no ver. Levi escribe, en primer lugar en hebreo, mostrando a los israelíes el horror cotidiano que se oculta trás las colinas de Judea y Samaria. Sin embargo, esta referencia necesaria  ilustra los límites de cierta forma de crítica: como bien sabemos en América Latina, la denuncia por sí sola, por más necesaria y valiente que sea, no constituye una plataforma de transformación política. Más aún, Levy ha insinuado en más de una ocasión que no hay diferencias significativas entre Netanyahu y el llamado 'sionismo liberal', ya que ambos, con diferencia de matices, defienden la persistencia de la ocupación y del régimen militar en Cisjordania. Como en un eco lejano de la teoría del 'cuanto peor, mejor', esta posición termina fortaleciendo lo que pretende criticar: al equiparar todas las posiciones dentro del espectro sionista y negar la posibilidad de cambio desde dentro del sistema, esta forma de crítica total termina, paradójicamente, dejando el campo libre a las fuerzas más reaccionarias. La denuncia moral absoluta, que no reconoce matices ni aliados potenciales, fortalece objetivamente a quienes sostienen que no hay interlocutores válidos para una transformación política real.

Psicoterapia a un miliciano de Hamás

Esta posición testimonial nos lleva al meollo de nuestras diferencias en la aproximación al conflicto, diferencias que podríamos definir tomando prestadas dos categorías filosóficas: lo que llamaría un acercamiento fenomenológico por un lado, y lo que aparece como una crítica ontológica por el otro. El primero se centra en las manifestaciones concretas de los fenómenos, en sus expresiones específicas y en las posibilidades reales de transformación; el segundo apunta a la naturaleza misma del ser, a lo que las cosas son en su esencia.

Desde esta perspectiva, el enfoque fenomenológico reconoce plenamente la tragedia palestina - no como una concesión retórica sino como una realidad histórica innegable. Sin embargo, este reconocimiento del sufrimiento palestino no implica adoptar acríticamente su narrativa histórica, como hace Schvartzman al referirse exclusivamente a la Nakba. 

En contraste, su crítica ontológica se dirige a la existencia misma del Estado como categoría. Al transformar un problema político (y por lo tanto contingente) en uno ontológico (y por lo tanto esencial e irresoluble), esta posición no solo converge con la narrativa de los halcones israelíes más intransigentes, sino que condena cualquier esfuerzo de cambio a la futilidad. No es casual que la hasbará (el esclarecimiento) oficial, promovida por los voceros del gobierno israelí que pululan por los medios presentándose como analistas objetivos, insista en que el conflicto es religioso y no político y por lo tanto irresoluble, que Israel está condenado a ser eternamente un gueto erizado de fusiles o un “chalet en medio de la jungla” según la trágica definición de un político israelí. Ambas narrativas, aunque desde posiciones aparentemente opuestas, confluyen en negar la posibilidad misma de una solución política.

Una perspectiva progresista debería apostar a que las transformaciones más profundas y duraderas de las sociedades vengan desde dentro de ellas mismas. El fin del apartheid en Sudáfrica no se logró impugnando la existencia misma del Estado sudafricano, sino transformando sus instituciones desde dentro. Las revoluciones democráticas en Europa del Este no triunfaron negando la legitimidad del Estado, sino reclamando su transformación. 

Mientras una aproximación fenomenológica permite identificar problemas concretos y buscar soluciones específicas trabajando desde dentro de la sociedad, la crítica ontológica - sea desde el mesianismo religioso, desde el 'realismo' neoconservador o desde la impugnación principista del sionismo - sólo puede ofrecer como alternativa una espera indefinida: ya sea por la llegada del Mesías, por la victoria militar definitiva, o por un mundo futuro sin estados nacionales. O en otras palabras, por las fuerzas del cielo, por la fuerza de las armas o por un misterioso mecanismo que haga que las fuerzas del poder y de la violencia se derrumben por su propio peso.

*Historiador y docente israelí, nacido en Argentina