Pobreza: hay que ir más allá de aliviar los efectos de la pandemia
La inclusión plena de la parte más empobrecida de la sociedad demanda una nueva generación de acciones políticas y de mercado para una distribución más justa de las capacidades de desarrollo social.
La superación de la pobreza y la desigualdad social continúa siendo un objetivo de desarrollo tanto en la Argentina como en el resto del mundo. La crisis económica ocasionada por las medidas sanitarias en respuesta al covid-19 implica un retroceso significativo sobre los pocos avances logrados durante el siglo XXI.
Además de ser una amenaza para la salud pública, las perturbaciones a nivel económico y social ponen en peligro los medios de vida a largo plazo y el bienestar de millones de personas.
En nuestro país, la crisis de empleo que impone la pandemia se monta sobre una estructura social del trabajo fuertemente segmentada y precarizada, en tanto que los distintos programas políticos vigentes durante las últimas décadas han fracasado en poner en marcha un modelo de desarrollo fundado en la difusión del progreso científico-tecnológico y en la utilización incremental del trabajo humano, principales factores de creación de riqueza. Nuestra matriz productiva se hace cada vez más heterogénea, desigual y polarizada.
La evidencia muestra que luego de cada crisis, esta desigualdad sistémica -productiva, laboral, social y cultural- se agrava. ¿Por qué el futuro poscovid-19 debería ser diferente? La realidad está mostrando que en el futuro próximo la sociedad argentina no solo será más pobre sino también más desigual, sumando una nueva capa de población excedente a su matriz social. Diferentes estudios muestran que el mundo del trabajo informal o desempleo involuntario -incluida la llamada “economía popular”- representaba antes del covid-19 a no menos del 40 % de la población activa a nivel nacional.
No se trata de pensar estrategias que busquen aliviar los efectos de la pandemia, sino de corregir las fallas estructurales que el Covid-19 agrava y desnuda. La inclusión plena, presente y futura, de la parte más empobrecida de la sociedad demanda una nueva generación de acciones políticas y de mercado orientadas a lograr una distribución más justa de las capacidades de desarrollo social. En este marco, cabe poner en debate al segmentado sistema de la seguridad social, el cual -además de encontrarse en estado crítico- solo reserva para los excluidos estructurales los llamados “programas de protección social”, cuya principal función es subsidiar la economía familiar de la pobreza.
Es necesario repensar los sistemas de protección social, no solo en función de su adecuada universalización, sino también sabiendo que los mercados no estarán en condiciones de absorber a los viejos y nuevos excedentes de población que demandan una fuente de trabajo. Asimismo, no parece deseable esperar que la función principal de la seguridad social sea “calmar” a los sectores “descartados” a través de programas asistenciales.
El poscovid-19 es el momento para que la población que no puede ni podrá acceder a viejos ni nuevos empleos pueda disponer de un trabajo digno para el desarrollo de actividades económicamente productivas y socialmente valiosas. No como una nueva estrategia focalizada de asistencia pública, sino en el marco del derecho universal a un trabajo digno de última instancia, el cual reconozca las necesidades de una población que queda afuera de manera crónica y estructural de la economía formal.
La idea es potente: en un mundo en donde habrá de escasear la demanda de empleo intensivo para trabajadores pobres, a la vez que sus capacidades de trabajo son excluidas de la producción de riqueza, corresponde al Estado asumir el desafío de dar respuesta de manera subsidiaria pero sustentable a la generación de bienestar a través de un trabajo digno de última instancia. En este marco, un sistema universal de seguridad social debería incluir entre sus funciones el objetivo explícito de prevenir y reducir el desempleo, la precariedad y marginalidad laboral, brindando a quienes lo demanden un empleo decente a cambio de un salario mínimo legal.
Actualmente, con esta misma perspectiva, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) propone como estrategia global frente a la crisis del empleo una garantía de trabajo universal que comprenda los derechos fundamentales de los trabajadores: un salario vital adecuado, límites a las horas de labor, y sistemas que garanticen la seguridad y la salud en el trabajo. Esta garantía se constituye como un piso de protección que puede mejorarse a través de convenios colectivos o de legislación en el marco de un necesario diálogo social.
Un sistema de este tipo debe garantizar que la remuneración justa esté directamente vinculada a un trabajo productivo o de utilidad social, o a mejorar las condiciones de su empleabilidad en el mercado. Para muchos trabajadores, la ampliación de la protección laboral proporciona una vía de transición del empleo informal al formal, al mismo tiempo que se asegura que esos trabajadores disfruten de los derechos básicos del trabajo y de la seguridad de sus ingresos. Junto con el piso de protección social, un sistema de este tipo ofrece una garantía de bienestar en el trabajo e impulsa medidas más contundentes para combatir la pobreza. En términos instrumentales: toda población en situación de desocupación o trabajador/a de la economía social deberían acceder a un trabajo digno con un salario mínimo garantizado.
Para lograrlo, miles de organizaciones de la sociedad civil, así como múltiples organismos públicos -nacionales, provinciales o municipales- pueden encargarse de proyectar, organizar y desarrollar estos trabajos de interés social. Es primordial orientar y estimular la capacidad de solidaridad social hacia la creación de trabajo, de modo de dotar a todas las personas de la capacidad de resolver por sí mismas las necesidades atendidas por muchos esfuerzos solidarios de la sociedad. Por ejemplo, podrían ser trabajos relacionados con la atención de personas, el saneamiento ambiental, el cuidado a niños o personas mayores, trabajos recreativos, o el mantenimiento del espacio público. Debe orientarse el ejercicio de la responsabilidad social de las empresas y el cumplimiento de las normas que ellas establecen en sus códigos de conducta para con la sociedad, estimulando su contribución al financiamiento y sostenimiento de este nuevo sistema de seguridad social fundado en el trabajo social-comunitario. Asociado a estos trabajos, también hace falta desarrollar un sistema de formación profesional.
En el contexto actual, esto cobra cada vez más relevancia. Las falsas grietas ideológicas desvían estos debates, amordazan las demandas sociales reales, erosionan la responsabilidad social y nos hacen perder tiempo y recursos valiosos.
Es necesario que los mitos en disputa no continúen legitimando desigualdades sociales cada vez más injustas, y que la agenda de la Argentina poscovid-19 se constituya en un mundo más justo para todos. Una vez superada la pandemia, nuestro país deberá afrontar el reto de reducir de manera significativa la pobreza y la desigualdad social en un contexto nacional y mundial más complejo. Solo reformas que potencien la inversión, el conocimiento y la producción de riqueza a través del trabajo harán posible un destino distinto al presente.
*Director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA. Publicado originalmente en el libro Pospandemia editado por el CEPE (Centro para la Evaluación de Políticas Basadas en la Evidencia) de la Universidad Torcuato Di Tella.
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