Sin estatus y sin futuro: esperanza inclusiva para la nación humillada
Trump logró unificar el lenguaje y llegar a muchos sectores que los demócratas abandonaron y excluyeron, material y simbólicamente, de una escena política polarizada.
“Letra a letra
nace un lenguaje
que no entendés”.
W.G. Sebald,
A través de la tierra y el agua.
Poemas selectos (1964-2001).
1. La nación humillada ante el precipicio.
Donald Trump es hoy mucho más que una figura mediática y entretenida, es un pastor de pantallas, un mesías de plataformas. Su narcisismo extremo es un superpoder que fortalece su hegemonía en una cultura global del narcisismo atomizado. Se construyó a sí mismo como el pastor mediático más poderoso y efectivo en tiempos que son claramente más performativos que normativos, donde los valores son líquidos, se simulan para una audiencia emocional y fragmentada en plataformas, con memoria de corto plazo y negación como mecanismo de adaptación. Así fue expandiendo su poder y su espectro de inclusión con las narrativas extremas que la realidad le provee y que él mismo va creando con un estilo tan espectacular como en sintonía con su época.
Los principios y valores pueden ser simulados pero la incertidumbre y la angustia económica tienen una base material y real. En la era del resentimiento, aquel que valida tu dolor, tu ansiedad, tu sensación de abandono, tu trauma, tu miedo es tu mejor representante.
En las guerras identitarias para construir estatus se adopta una identidad excluyente y cada vez más atomizada. Trump hizo lo contrario: a las personas con miedo, sin estatus y preocupados por su futuro los hace partícipes de un proceso de esfuerzos colectivos y comunitarios. Les permite dos cosas importantísimas: valida su dolor, sus miedos, y le da sentido a ese dolor. No es capacidad empática, sensibilidad, de Trump y su equipo. Hubo abandono por parte de los demócratas de ciertos sectores sociales sufrientes, no se los quiso escuchar y hasta al querer censurarlos, "cancelarlos" por incorrectos, se alimentó su rencor.
Gran parte de sus votantes se sienten, se saben, sin estatus y sin futuro. Sufren la economía. Obviamente, pueden desear estatus y lo construyen salvajemente con chivos expiatorios, con la humillación social como arma, con denuncias falsas, persiguiendo fantasmas comunistas, militando conspiraciones que construyen comunidad y con las guerras culturales. Del otro lado tienen socios y contendientes para ese juego miope que promete retroalimentar más dolor y heridas narcisistas. Las/os antiautoritarios que luchan contra los autoritarios con las armas de los autoritarios, que ven el fascismo crecer en todos lados menos en sus prácticas extremas de la última década (cancelaciones, linchamientos, persecuciones, etc.) Ambos hablaban con el lenguaje de la cultura del miedo, el victimismo y el pánico. Diferentes sujetos y objetos de miedo pero las mismas herramientas del pánico que se usan para llamar la atención, capitalizar ganancias de corto plazo y dejar traumas de largo plazo.
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Por esa razón las narrativas de “derechos” no funcionan y con una economía en restricción seguirán sin funcionar, en el plano simbólico y en el plano de la economía social y concreta. Gran parte de la sociedad vive, de diferentes formas, en la crisis de la economía, la inflación y hoy está excluida de esa clase privilegiada que habla de “derechos”, “democracia” y “políticas públicas”. Esas narrativas propias de ámbitos cerrados, autovalidantes y elitistas. Mucho peor, esa minoría privilegiada construyó una práctica sostenida -bajo un discurso hipócrita- para debilitar la autoridad pública democrática a favor de sectores privados y corporativos que terminaron con una economía para unos pocos con autonomía operativa y fuerzas políticas propias. Mucho de lo que diremos en esta columna puede aplicarse a otros países que tienen todos los climas.
La esperanza de Trump es más inclusiva que la que construyó Kamala Harris. Ella funcionaba como el clásico símbolo del sueño americano (mujer, profesional, exitosa, minoría token, etc.) una épica que está dejando de funcionar automáticamente hace tiempo. Harris tampoco apelaba tanto a los demócratas sino que era un escudo, paradójicamente, un muro para Trump. Los republicanos construyeron con miedo pero le agregaron algo más inclusivo, entusiasta. El vitalismo, nuevamente, estaba marcadamente de un lado. Esto no es una referencia a Joe Biden.
En ese contexto, la esperanza de la nueva teología política de las mayorías republicanas en general y lo que Trump simbolizaba en particular resultaba más abierta e incluyente. Siempre tan atractiva como espectacularmente adictiva para seguidores pero sobre todo para los adversarios que lo necesitan para confrontar. Las propuestas que hicieron los demócratas eran más divisivas, sin base social y en busca de un estatus en una economía que vive excluyendo y empobreciendo.
El sistema económico trabaja para hacer votantes del populismo mesiánico en un contexto donde las minorías intensas del partido demócrata están en una economía paralela del estatus donde tienen ciertas condiciones aseguradas. Aunque esas guerras se hayan aminorado, el recuerdo de las guerras culturales de la pandemia y las demencias sociales de los últimos años están presentes. El deterioro cognitivo, las ansiedades autodestructivas y las purgas autogestionadas están en ambos espacios en diferentes grados y formas.
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El éxito recurrente de Trump es ser el centro de la escena incluso cuando está fuera del poder institucional. Trump es el escenario, la escena y el protagonista político. La sociedad del espectáculo fagocitó la sociedad civil, a la ciudadanía, y la transformó en algo diferente. Ese proceso digestivo devolvió lo que vemos. La salida podría ser concentrarse en el escenario, las luces, las cámaras y los espectadores.
Las concepciones igualitarias de libertades y obligaciones ya son minoritarias, casi contraculturales. La inclusión simbólica se daba en el contexto de empobrecimiento material y eso generó resentimiento. El estatus en la vida está cada vez más en la proyección de la vida que hacen las plataformas. La inclusión de las plataformas no toca el mundo material ni los intereses de ciertos sectores invisibilizados. Esa sociedad que se está construyendo hace cada vez más reales los estatus virtuales y cada vez más virtuales los derechos y obligaciones de todo tipo.
Esas mitologías sociales que expresan descontento como “make america great again”, “construir el muro” en 2016 o “deportaciones masivas”, “se comen los gatos y perros” en 2024, junto a una lectura más simple de una realidad con tonos oscuros, difíciles y en las que la Nación está humillada, en decadencia, es lo que construyó la victoria de Trump.
La sensación de descomposición y decadencia es una variable constante después de una primavera de optimismo miope en las democracias del mundo. El “Yes, we can” de Obama ocultaba, en un populismo carismático lleno de talento, una falta de plan económico de largo plazo, entre otras cosas. Esa sensación, más allá de todo indicador estadístico, es parte de una ansiedad social quizás heredera de tiempos previos a la pandemia, que ésta aceleró, y muy bien interpretada y hasta ejemplificada, encarnada, por el trumpismo.
La Constitución imaginaria de la sociedad: la estabilidad de lo inconstitucional
Las acciones extremas de la izquierda alimentaron las acciones extremas de la derecha durante la última década y viceversa. Además, todo conflicto deviene hoy un conflicto de alta intensidad, tanto con la educación sexual en escuelas como en conflictos internacionales. Esos conflictos se resuelven de la peor manera porque son planteados como conflictos extremos sin salida más allá de las formas de la guerra. De esa manera, ciertas prácticas de integrismo intelectual y purgas políticas se ven en espacios mediáticos, religiosos, educativos y universitarios.
El indulto presidencial de Joe Biden a su hijo Hunter Biden cierra un gobierno deslegitimado por sus propias decisiones tanto en la política electoral como en la gestión de Gobierno. Hubo mucho debate sobre la recuperación económica con datos pero poco escuchar y contener los profundos malestares de una sociedad polarizada.
La soberbia de una elite demócrata que negaba lo que era evidente -el deterioro de Joe Biden, la inflación, su abandono a las mayorías trabajadoras- en pos de mantener su proyecto de poder bajo control es la que también se autodestruyó públicamente. La falsa superioridad moral de una elite dará paso a la circulación de las elites, a que vuelva un Trump desatado con un mesianismo propio de tiempos apocalípticos.
No se puede escribir comunidad sin unidad. Ni construirla. En estos tiempos apocalípticos, donde la nación está humillada, donde todos se sienten sin estatus y sin futuro, en los que la decadencia está en curso, con ese particular humor social, Trump hablará de unidad e intentará construir una comunidad de contención con una esperanza inclusiva. Sus reales ambiciones políticas, las reformas que vienen, los métodos empleados, las deportaciones, los futuros fallos de la Corte, la desaparición del Ministerio de Educación, el nuevo Ministerio de la desregulación de Musk, el enfrentamiento con la prensa, sus condicionamientos corporativos y la ausencia de frenos constitucionales, serán otro tema.
2. Estados desunidos y lenguaje unificado.
El proyecto de la elite demócrata tenía en sí mismo su autodestrucción. La guerra de las elites se daba en la economía, en el mundo tecnológico, en el poder judicial y en la política electoral. En todos esos espacios los republicanos tenían ciertas ventajas comparativas y después de la elección las ampliaron.
La guerra de elites puede continuar pero probablemente la derrota haya sido muy categórica. Se observará la entidad de las tendencias autocráticas de Trump y cómo las enfrentará su oposición casi sin resortes institucionales. Por otro lado, la paz de las elites trae exilio, asimilación y nuevos pactos. Las elites se pliegan después de una guerra sacrificial donde el empobrecimiento colectivo ya es un hecho, la sociedad estadounidense la sufrió y posiblemente sufrirá todavía más.
Las elites se matan con su barbarie civilizada pero después se pliegan. Los derrotados son excluidos o asimilados a la elite triunfante. La sociedad es la que debe temer después de esas guerras de elites porque el fin de la guerra de elite implica un proyecto de reconstrucción, una dolorosa regeneración. La reconstrucción de 1930 o 1945 quizás no sea el modelo del futuro que Estados Unidos tenga en el resto del Siglo.
Las elites construyeron esa fragmentación que se ve en sí misma -y en la sociedad- con proyectos de autovalidación que han sido claramente perjudiciales. Tanto grupos radicalizados por izquierda como por derecha operan como sectas y religiones con tintes extremos y acciones no menos radicales en ámbitos políticos y universitarios. El mesianismo no es propio de ningún sector del espectro polarizado.
Las guerras culturales de fragmentación vienen de la mano con las tecnologías y plataformas que construyen nuestras realidades aumentadas. La fragmentación artificial y la manufacturación de identidades y disensos han sido exacerbadas. En ese contexto, los mitos, las ilusiones populares y las ideas fundantes que tiene EEUU, que tienen naciones como Brasil o Argentina, de cualquier Nación, se han debilitado.
Con un pragmatismo recargado Trump logró acercarse a unificar un lenguaje. Su fortaleza viene de su carisma líquido, esa potencia de adaptación es lo que lo hace fuerte, antifragil. Su elasticidad es total. Su imagen con la Biblia es elocuente. Cómo los religiosos, evangélicos y la derecha cristiana lo defienden es digno de ser estudiado y sobre todo comprendido. Su capacidad de resistencia para ser el centro de un espectáculo político que tiene mucho de caníbal lo hace fuerte más allá de su edad (78 años). Tanto Trump como otros líderes del nuevo populismo mesiánico tienen la edad y el cuidado de su salud integral, física y mental, como frente de conflicto.
Suspender el juicio racional para comprender es necesario frente a lo religioso y lo espiritual en el arte y en una política cada vez más espiritual ante la crisis de lo material, ante la noche oscura del alma. La imagen de Jon McNaughton que ilustra nuestra nota es una sincretismo político y popular inclusivo mucho más sensible y lúcido que los sincretismos excluyentes, sobre-exigentes, de las políticas de la identidad de ciertos sectores demócratas y de la izquierda woke.
Las pinturas de todo tipo que incluyan a la Constitución no pasan desapercibidas para el ojo interesado. Jon McNaughton tiene varias referencias y nada inocentes. Muchos han hablado en Estados Unidos y en el mundo del carácter religioso, bíblico, del texto constitucional de 1787 en estos más de dos siglos.
El cuadro “El hombre olvidado” (2010) parece denunciar un abandono y un atropello por parte de un insensible y soberbio Obama pero además demuestra el cambio gradual, cierta apertura del mismo McNaughton y del trumpismo. Dejemos de lado los detalles de la escena ficticia y homogénea en términos de género y raza en un país que se referenció siempre como un crisol (melting pot) de inmigrantes.
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Los últimos cuadros de McNaughton, diez años después, en 2020, denotan que la esperanza blanca se hizo diversa, se hizo más inclusiva. Los íconos y figuras que refleja el cuadro “Legado de esperanza” (2020) demuestran esa versatilidad, ese sincretismo que absorbe la diferencia y asimila protagonistas usualmente extraños a un partido republicano ya transformado por Trump. Protagonistas extraños y hasta opuestos, propios del ideario demócrata. Quizás eso suceda en otras pampas en años electorales.
Destacan Frederick Douglass, Harriet Tubman, cerca de Trump y en la primera fila, y Martin Luther King Jr., atrás y de perfil, usualmente resignificados en el espectro más de centro y centro izquierda demócrata. En el margen, la presencia de uno de los pensadores antioligárquicos más interesantes como John Adams es digno de mencionar. Inescapables son James Madison, padre de la Constitución de EEUU, pegado increíblemente a Ronald Reagan. Atrás, Thomas Jefferson, figura compleja pero usualmente vinculada a la democracia, el federalismo y la idea de cambio generacional. Entre J.F. Kennedy y el mismo Reagan aparece un alto George Washington a quien solamente lo supera un siempre gigante Abraham Lincoln. Alexander Hamilton, ausente, una de las figuras más interesantes y otro protagonista clave de la Convención de Filadelfia, debe haber quedado muy vinculado a cierto precursor revisionismo woke en su exitosísimo musical en Broadway.
En 2010, un club de poder blanco y homogéneo concentraba todas las exigencias al primer Presidente afrodescendiente y marcaba el abandono de ciudadano común. En 2010 una esperanza blanca y cerrada sobre sí misma, en 2020 una esperanza que asimila la diferencia, abierta e inclusiva, a niveles sorprendentes.
Otra es la discusión sobre lo que serán las transformaciones de una Presidencia unitaria e imperial en una economía en contracción con una Corte Suprema y un Congreso como aliadas de una transformación del Estado y de la sociedad toda. La Constitución de los Estados Unidos será reinterpretada de manera intensa y eso repercutirá en el ya frágil Estado de Derecho (rule of law) global. En ese escenario, las corporaciones estarán enraizando y ramificando su hegemonía cultural y material en toda dirección en el sector público y privado.
Hemos analizado este camino a lo largo de los últimos años con tres aspectos que se destacan:
- La relación entre batallas culturales, electorales y la crisis de su democracia constitucional,
- El rol de la Corte Suprema en esa crisis
- y finalmente en la transformación constitucional que parece asomar.
Que ciertos procesos sean posibles o probables no quiere decir que haya leyes deterministas en la historia. Nada es inevitable pero sí debemos recordar el principio de la causalidad en tiempos donde nadie parece conectar sus acciones con consecuencias.
En un contexto de polarización y división, de Estados Desunidos (Disunited States), Trump hizo un esfuerzo por unificar el lenguaje, por ampliar su base, por simplificarse. Simplificar el lenguaje siempre ha sido fundamental. Ya lo dijo un famoso filósofo de bosques intensos y tiempos oscuros: “El lenguaje nos habla”.
El lenguaje se simplifica también cambiando de lenguaje. Es así como estamos mutando de una cultura gráfica y letrada a una cultura de pantallas donde lo visual prima. Las batallas de memes, el rol de los streamers, juegan un papel más importante -aunque también fragmentan, embrutecen y empobrecen el debate público- y demuestran que la simplificación es una transformación.
Esta nueva etapa trae también cambios cognitivos profundos y nuevas dinámicas en los procesos psicosociales a nivel micro y macro, individual y colectivo, en la psicología de las personas y de las masas. Es paradojal que la masa de individuos atomizados sea protagonista del futuro. Una paradoja y "letra a letra" una nueva rima, otra más, en el largo poema de la historia.
Si Trump pudo unificar el lenguaje, ganar la elección, ahora lo que puede hacer es reconstruir la narrativa de una nación en crisis, llamar a la unidad y redefinir su rol global. Su esperanza fue inclusiva y su llegada directa a través de una lengua franca, abierta, popular. Como decía Franz Rosenzweig: “El lenguaje es más que la sangre”. La sangre tira, el lenguaje reina y gobierna.
Lucas Arrimada es Profesor de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.
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