ESPEJO INFINITO

La tiranía del yo

Selfie. “Es un ladrillo más en la construcción de una prisión”. Foto: shutterstock

En el teatro narcisista de la sociedad contemporánea, el yo se ha convertido en el único actor sobre el escenario. Todo lo demás –el otro, el mundo, el misterio– fue relegado a la condición de mero decorado para el interminable monólogo del ego. Así, la hipertrofia del yo no es un simple accidente cultural, sino el síntoma de una profunda enfermedad del espíritu.

De hecho, el narcisismo digital ha creado una nueva forma de solipsismo. Las redes sociales no son ventanas hacia el mundo, sino espejos infinitamente multiplicados donde el yo se contempla a sí mismo en una sucesión sin fin. Cada ‘selfie’, cada actualización de estado, cada tuit, es un ladrillo más en la construcción de una prisión transparente que confundimos con libertad.

En este escenario, la erosión del otro es total. En la economía libidinal del presente, el otro solo existe como audiencia, como testigo mudo de nuestra auto-representación perpetua. El amor mismo se marchita pues requiere distancia, alteridad, la capacidad de reconocer lo irreductiblemente otro. Pero en el régimen disciplinario del yo total, la distancia colapsa en una proximidad asfixiante.

Del mismo modo, la narrativa personal se ha convertido en la única narrativa posible. Toda experiencia debe ser procesada a través del filtro del yo, transformada en contenido para el consumo social. Los antiguos rituales colectivos son reemplazados por rituales de autodocumentación. No vivimos las experiencias: las acumulamos como capital social en la economía de la atención.

Además, el culto al yo ha generado una nueva forma de pobreza espiritual. Como Narciso, estamos tan absortos en nuestra propia imagen que el mundo se desvanece. La contemplación, que requiere la capacidad de olvidarse de uno mismo, se vuelve imposible. El yo hipertrofiado proyecta su sombra sobre toda experiencia, eclipsando la posibilidad del asombro.

La autenticidad, paradójicamente, es la primera víctima de esta obsesión por el yo. Cuanto más intentamos “ser nosotros mismos”, más nos alejamos de cualquier forma genuina de ser. La autenticidad se convierte en una performance más, un producto cuidadosamente curado para el consumo social. El yo auténtico se pierde en el laberinto de sus propias representaciones.

Y hasta la política misma sucumbe a esta lógica narcisista. Los grandes relatos colectivos se fragmentan en millones de micronarrativas personales. La indignación se convierte en un medio de autoexpresión, el activismo en una forma de personal branding y la posibilidad de una verdadera acción política colectiva se disuelve en el ácido de ese individualismo radical al que hace referencia el pensador francés Eric Sadin.

La salvación, si existe, debe venir de un redescubrimiento del olvido de sí. Necesitamos nuevas prácticas de desaparición, nuevas formas de anonimato. El silencio, la ausencia, la capacidad de no dejar huella: éstas podrían ser las virtudes cardinales de una nueva ética de la resistencia.

La verdadera revolución de nuestro tiempo sería aprender nuevamente a desaparecer, a ser nadie, a existir sin la compulsión de la autodocumentación perpetua. Solo en la negación del yo podríamos, paradójicamente, encontrar una forma más auténtica de ser.

En el desierto narcisista del presente, debemos cultivar nuevos oasis de olvido, espacios donde el yo pueda disolverse en algo más grande que sí mismo: el arte, el pensamiento, el amor, la contemplación, para así poder escapar de la prisión transparente que hemos construido con nuestros propios reflejos.

*Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación en la Universidad Austral.