La niña que leía sentada en el piso
(14a parte)
L se fue a dormir hace un buen rato. Pero antes de sufrir con la difícil escritura del siguiente capítulo de la novela, necesito dejar asentadas un par de alegrías. Darme ánimos, de algún modo.
Hablé montón durante la cena.
Y pasó que, al hablar tanto, no siempre tuve el cuidado de hacerlo lentamente. Es más, creo que la emoción ante los recuerdos con Lucía hacía imposible que por momentos manejara la velocidad de mis dichos. Sin embargo, la niña nunca se quejó. Aparentemente, pudo comprender todo lo que le contaba. La segunda alegría, ahora que lo pienso, es que cada vez que le tocó a ella decir o preguntar algo, lo hizo de un tirón. Aunque no estoy segura. Las emociones son traicioneras y la cabeza se me había llenado de Lucía. Quizá solo se trate de mis ganas de que haya sido así.
Ya está.
Es hora de ponerme a trabajar en mi aventura clavileña. No puedo demorarlo más.
UnosDíasMásTardeLaQueMeHablóSobreElViajeALaLunaFueLaAbuelaPaulaJuntábamosFloresEnElParqueYCuandoVolvíamosHaciaLaCasaMeDijoEnVozBajaQueLoDeLaNaveQueConstruíaEmilioEraUnaManeraSuyaDeDemostrarAmorQueElAbueloHablabaMuyPocoQueSeLeDabanMejorEsosGestosQueLasPalabras
VamosAIrALaLunaAunqueNoVayamosANingúnLado
MeConfesóYEnseguidaMePreguntóSiEntendíaLoQueHabíaQueridoDecirme
EntendíAbuelaLaLunaPuedeSerTambiénAcá
EntoncesPaulaMeAbrazóMeDioMuchosBesosYComoCasiSiempreLloróUnPoco
ElAmorYLosSecretosYLoLindoQueEsCompartirUnosDíasConLosAbuelosEnElDeltaEnLaLunaOEnDondeSeaNoSéMePareceQueLosAdultosNoSonTanDistintosALosNiñosJueganSeDiviertenSeEscondenPeroNoSabenDisimularElAmor
Antes de irme a dormir necesito escribir un par de cosas más. Tengo que hacerlo, de otra manera no podré pegar un ojo.
La primera.
Al principio de la segunda parte del Quijote, el bachiller Sansón Carrasco le cuenta al caballero que, entre otras quejas, los lectores de la primera parte no han visto con agrado la intercalación de tantas historias que no tienen que ver con el protagonista. Don Quijote no dice demasiado al respecto, el que dice es Cervantes: recoge el guante y la segunda parte no tendrá ninguna de esas historias.
Mi cuaderno no tendrá segundos cuadernos.
Tampoco tendrá lectores.
Dos cuestiones bien importantes. Dos hechos que me salvan de las probables opiniones en contrario acerca de la novela que intercalé y que escribí, aunque Abela Guerrico lo ignore, en colaboración con ella.
La segunda.
Sé perfectamente que es muy pobre la historia que intercalé. Lo sé. Y también sé que no hacía falta copiarla en el cuaderno, que alcanzaba con que la leyera L de las hojas que fui imprimiéndole cada noche. Sin embargo, no me queda otro remedio que hacerlo: si el método Delibes termina dando resultados positivos, debo conservar una copia de aquello que hice.
La historia no tiene pies ni cabeza.
Es lamentable e inverosímil.
Aunque encuentro una salvedad terapéutica que en cierto modo me redime. ¿Qué sería de mi vida o de la vida de L o de la vida de cualquiera sin el intercalado al infinito de historias lamentables e inverosímiles?
Bien.
Ahora creo que podré dormir.
Dormí. Maravillosamente. Y apenas despertar, salté de la cama. Aunque, claro, haya formas y formas de saltar de la cama. En esta oportunidad, el salto no tuvo que ver con la angustia de no saber lo que hacer, el salto tuvo que ver con las ganas. Me queda un sábado entero por delante, quizás el último, para disfrutar de la compañía de L. Y lo quiero aprovechar.
Voy a prepararle el baño.
Se aprende más rápido de lo que pensaba a ser abuela.
La niña se bañó y luego desayunamos. Mientras lo hacíamos, le avisé que quería llevarla a un sitio que suponía no conocía. Me contestó que bueno, que sí, pero que antes le permitiera leer el nuevo capítulo. Entonces se lo entregué, lo guardó dentro de su carpeta y se fue corriendo a la habitación.
La estoy esperando.
No puede tardar, los capítulos cada vez me salen más cortos.
Hay todavía algo fundamental que merece un párrafo: le hablé separando apenas las palabras, me entendió absolutamente todo lo que le dije y sus respuestas, aunque mínimas, no iban acompañadas de ningún gesto.
No puede tardar.
Resultó infructuoso el intento de convencerla de que dejara la carpeta con la novela en casa. Le insistí. Le imploré. Le expliqué que adonde la llevaría no solo no la necesitaría, sino que no iba a saber qué hacer con ella. Pero no. La niña no lo aceptó y allá fuimos, ella abrazada a su carpeta y yo con mi bolso colgando del hombro.
Una plaza.
Caminamos hasta una plaza.
Un lugar habitual para cualquier niña o niño de su edad. Un lugar completamente desconocido para L. Nos sentamos en un banco, cerca de los juegos. Aunque creo que ella no los vio: apenas sentarse, abrió la carpeta, buscó el capítulo que le había entregado más temprano y comenzó a leer. La dejé. Supuse que en algún momento levantaría los ojos y se encontraría con la imagen de los chicos jugando en los alrededores.
Aunque me equivocaba.
Nunca sacó los ojos de la novela.
Por eso, harta de esperar, cuando descubrí que iba a comenzar a leer por tercera vez el último capítulo, la tomé de un brazo al mejor estilo Paloma, la llevé hasta una hamaca que justo había quedado vacante, le quité la carpeta de las manos y la senté sobre la tabla ayudándome de un leve empujón. También tuve que forzarla a que tomara con sus manos las cadenas que sostenían la tabla y, cuando estuve completamente segura de que estaba bien agarrada, comencé a columpiarla. No le veía la cara, sin embargo, resultaba evidente que la situación le incomodaba: sus manitos se aferraban con una fuerza excesiva a las cadenas.
No me importó.
Seguí hamacándola.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero, de repente, una niña, igual o más gordita que L, se paró frente a ella y le pidió que la acompañara al subibaja. L no le contestó. La única reacción que noté fue que sus manos se aferraron todavía con más fuerza a las cadenas. Al cabo de unos segundos, la nena insistió. Le explicó que nunca encontraba a nadie con un peso similar al de ella para jugar en el subibaja, que por favor la acompañara, que era muy divertido, que no se iba a arrepentir. Entonces L soltó de golpe sus manos de las cadenas y yo tuve que hacer un esfuerzo enorme para detener la hamaca y que no se cayera al suelo.
—Me llamo Ramona.
Se presentó la niña apenas la hamaca se detuvo. Luego se acercó, tomó de la mano a L y la ayudó a bajar. Siempre de la mano, la llevó hasta el subibaja, le pidió que se quedara ahí de pie, junto a uno de los extremos, que ella iría hacia el otro y que, cuando le avisara, copiara de su lado todo lo que hacía.
L no dijo una sola palabra.
Tranquila, tampoco en ningún momento se dio la vuelta para mirarme.
De inmediato, Ramona se tomó de la agarradera, levantó una de sus piernas y la pasó por encima de su extremo del juego, L la imitó desde el otro extremo, se sentaron y, con alguna que otra dificultad, comenzaron a subir y a bajar.
Ramona reía de felicidad.
Aunque no reía, a L se la notaba contenta.
La cosa duró un rato largo. Hasta el momento en que la madre de Ramona le pidió que por favor bajara, que debían ir a comer, que ya era hora, que si quería volvían a la tarde, que invitara a su amiga. Claro que, al salirse del subibaja, Ramona no invitó a nadie. Huyó corriendo y su madre debió correr detrás de ella.
Nosotras también aprovechamos para ir a almorzar. Caminamos hasta el mismo restaurante en donde habíamos comido el fin de semana anterior. Cuando entramos, L, sin dejar de abrazar su carpeta, se soltó de mi mano y se adelantó en dirección a la mesa en la que habíamos estado la vez pasada. Pero la mesa estaba ocupada y eso la desconcertó. Tanto la desconcertó que de inmediato se sentó en el piso, cruzó las piernas y, cuando ya estaba a punto de abrir la carpeta, por fin pude llegar a su lado, la tomé de un brazo, la obligué a levantarse y le expliqué que no podía andar por la vida sentándose a leer en cualquier sitio.
La mesa ocupada le provocó un evidente retroceso.
Nos sentamos en otra que había libre lejos del ventanal y pedimos una milanesa napolitana para compartir. Claro que nada fue igual. Le pregunté, con la intención de iniciar alguna conversación que la sacara de su renovado ostracismo, cómo la había pasado con Ramona en el subibaja. Aunque enseguida tuve que repetirle la pregunta lentamente porque no me había entendido.
—Me gustó.
Si bien no hizo los gestos que hacía antes con sus manos o con sus brazos, me respondió tomándose otra vez un tiempo excesivo entre palabra y palabra. Tremendo momento. Resultaba evidente que cualquier contratiempo podía, instantáneamente, enviarla a sus antiguos modos de comunicación.
Me asusté.
No obstante, traté de no exhibir mi preocupación.
Corté la milanesa por la mitad y repartí las papas fritas desde la mayor naturalidad. Por supuesto, mi cabeza estaba en otro lado. ¿Qué iba a ocurrir el próximo lunes cuando volviera con su madre? ¿El depósito bibliotecario borraría de un plumazo todos los progresos que habíamos logrado durante estos últimos días?
Por lo menos comió.
Aunque no hablamos nada durante el almuerzo.
Preferí el silencio. Se me ocurrió que era la mejor manera de esconder mis demasiados temores.
Cuando terminamos de comer, decidí que debíamos regresar a la plaza. Seguramente Ramona estaría allí y, si una mesa ocupada había provocado lo que había provocado, un rato en el subibaja con su nueva amiga podría hacer que las cosas volvieran a su lugar.
Pero Ramona no estaba.
Y L ni siquiera quiso sentarse en el banco donde habíamos estado sentadas por la mañana. Se sentó en el suelo con las piernas en cruz, abrió la carpeta y se puso a leer.
Las miradas.
Una de mis obsesiones.
Necesito escribir otra vez acerca de las miradas. Mirar no es ver, por supuesto. Aunque me gustaría ir, impunemente, un poco más lejos. No sabría calcular el tiempo en el cual mis ojos quedaron fijados en la niña que a un par de metros de distancia leía la novela. No lo sé. En verdad, no lo sé. Y por no saber, tampoco sé a lo que en este caso preciso alude realmente el verbo mirar. De alguna manera, se me ocurre que mirar fijamente algo durante tanto tiempo es lo mismo que no mirarlo. Es más, no se trata de que no lo miremos, ni siquiera lo vemos. Sospecho que, en el fondo, si los ojos se quedan fijos en algo que no se condice con nuestros pensamientos, no hay mirada, se trata de una suerte de excusa que se inventa nuestra mente para dedicarse a cualquier otro asunto. Para no ver o para no mirar, mejor. Mirar algo fijamente durante un lapso tan considerable es observarse por dentro. Observarse, el verbo ver se queda corto, me da la impresión.
Y ahora voy hacia donde quería llegar.
La profundidad de mi observación interior.
A saber: Paloma, el próximo lunes, la devolución de L, mi vida, la terapia que no fue, el amor, el desamor, una mesa ocupada, un depósito de libros, la soledad, Emilio, el Quijote, qué hacer, qué no hacer, Ramona, el subibaja, la responsabilidad de los adultos, los derechos de las niñas, ser o no ser abuela más etcéteras y etcéteras que ya no recuerdo. Una cadena interminable de ideas y de inmediatas contradicciones a esas ideas. Firmes resoluciones que se transformaban en tonterías a los pocos segundos. Pensamientos amables mezclados con pensamientos horrendos. Verdades. Mentiras.
Un caos colosal, yo, ahí en la plaza.
Encerrada con los ojos abiertos.
Un momento eterno, como tantos otros de mi vida, en el que observarme por dentro se parece demasiado a mirar la nada misma.
Continúa la 15a parte
el sábado 6 de diciembre
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