una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(9na parte)

Foto: marta toledo

Acabo de acompañarla hasta la habitación. Se metió en la cama, la tapé, le di un beso en la frente, le pedí por favor que se durmiera, que ya era tarde, que yo todavía tenía que trabajar en el siguiente capítulo de la novela y que con ella despierta no podría escribirlo. 

Recién cuando le dije que debía escribir el siguiente capítulo de la novela se dispuso a dormir.

Y eso es lo que intentaré hacer ahora mismo.

La quita de los guiones de diálogo y de los puntos funcionó. L ya no hace los ampulosos gestos que antes hacía cuando hablaba: ni marca una corta línea horizontal con su dedo índice desde sus labios, ni te apunta con el dedo apenas termina cada oración.

El nuevo capítulo tendrá una nueva quita.

Las comas.

La nena continúa hamacando el brazo derecho cada vez que su habla necesita de una coma. Espero que ese ademán también desaparezca a partir de mi edición de esta noche. Aunque, por supuesto, lo más complicado del capítulo no será eso, lo más difícil es que deberé inventar el protagonismo de una abuela que en ningún momento vuelve a aparecer en la novela de Guerrico.

Tengo que pensar hasta en los más mínimos detalles para no fracasar, tal como exigió L, a propósito de las linternas, cuando hace un rato estábamos en la luna.

 

Mientras comíamos, la abuela no paraba de repetir que a su entender, el problema de la isla eran los mosquitos o la cantidad de mosquitos, o la voracidad de los mosquitos. Cualquier cosa relacionada con los mosquitos Comimos un montón de queso y de frutas que salían increíblemente del modesto bolso que había traído la tía.

Si me prestan una palangana y un cuchillo bien filoso y me permiten cortar los bulbos de ese manojo de nenúfares que flotan en aquel charco, quizá, pueda intentar solucionarles el problema. 

Les prometió la tía, mirándolos enormemente a los ojos, los abuelos se miraron casi con igual enormidad, y yo que no tenía a nadie cerca que me devolviera la mirada, preferí cerrarlos, porque no entendía absolutamente nada de lo que estaba prometiendo la tía.

Disculpame hija, pero, ¿cuál es el problema que tenemos y que tan gentilmente pretendés solucionarnos con una palangana, un cuchillo y un manojo de nenúfares?

Apenas escuché la perplejidad en forma de pregunta de la abuela, comprendí que no era la única en esa mesa que no entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando, y entonces me animé a abrir de nuevo los ojos.

El problema de los mosquitos.

Nos aclaró a todos la tía.

¡Ah!

Fue toda la respuesta de la abuela Paula. 

El abuelo Emilio no se atrevió a tanto, solo sonrió y después buscó mis ojos, me parece que todavía con algunas dudas, para que al menos, yo le devolviera una sonrisa igual de nerviosa que la suya, y yo se la devolví, porque me pareció que el abuelo la necesitaba. Inmediatamente la abuela se levantó y nos informó que enseguida volvería, que iba a buscar los utensilios que necesitaba la tía para intentar terminar con, el a su entender, desgraciado problema de los mosquitos. Al rato volvió. Entonces la tía me pidió que fuera hasta el muelle con mucho cuidado, llenara con agua del río la palangana hasta el borde y se la llevara hasta el charco en el que flotaban los nenúfares. Luego los cuatro nos pasamos la tarde cortando bulbos en pedacitos tomando mate y charlando sobre el incómodo asunto de los mosquitos.

Dentro de unos días volvemos y los plantamos, crecen muy rápido.

Les informó la tía desde la canoa a modo de despedida, yo les dije chau, y ellos me saludaron, 

agitando las manos por entre las ramas no perennes de los pinos calvos.

Una duda me carcome el cerebro. ¿Hice bien o hice mal al no querer conversar con L, acerca de la rareza en la escritura de la novela? Sospecho que ya sabe que su madre la dejó sola entre los libros. Y también que no tiene edad para entender que su problema está ligado no con el libro de Guerrico, sino con las convenciones inventadas por los imprenteros y editores de la Baja Edad Media para facilitar la lectura en silencio.

Pero bueno.

No doy más.

Y no creo que en estas condiciones pueda resolver si hice bien o hice mal.

Me da la impresión de haber vivido un sábado interminable. Un tremendo día. Repleto de emociones. Por suerte mañana es domingo y podré dormir largo y tendido. No pienso despertarme para prepararle el desayuno a L.

Seré una abuela dormilona.

O seré, otra vez, un poco Paloma.

 

La vida es demasiado corta. Y una se pierde un montón de cosas debido a tanta poquedad. L me despertó con una caricia. Algo de la vida que me había perdido hasta la mañana de hoy.

Una de sus manitos se entretuvo a jugar con mi pelo.

A acomodarlo o a desacomodarlo, no sé.

Mantuve cerrados los párpados todo el tiempo que pude. La dejé hacer. La disfruté mientras sentía una suave corriente eléctrica que me recorría de una punta a la otra la columna vertebral. Sí, finalmente abrí los ojos, fue solo porque de esperar un segundo más habría vuelto a lagrimear y estoy harta de que la niña me vea llorar.

—Abuela.

—Sí.

—Quiero mi capítulo.

Se lo entregué, por supuesto.

Entonces L, huyó feliz de mi habitación con las páginas y yo, todavía más feliz que ella, me fui a llorar debajo de la ducha. Al rato la encontré en la cocina, sentada en el piso con las piernas en cruz, leyendo la novela. Le preparé una taza de leche tibia, se sentó a la mesa, me hice un café negro para mí, me senté frente a ella, y comimos un par de tostadas con mermelada en silencio.

La sorpresa ocurrió inmediatamente después de terminar con el desayuno.

Me comentó que le parecía muy bien que la abuela de la nena se llamara Paula, que le gustaba, pero que ella no tenía ningún abuelo, que por qué se me había ocurrido agregar un abuelo y que, encima, se llamara Emilio, que ella no conocía a nadie con ese nombre, que esa parte de la novela no la entendía.

Me quedé muda.

Y, otra vez, con unas incontenibles ganas de llorar. Muy a pesar, claro, de que había dicho todo lo que había dicho ayudándose mucho menos de lo necesario del acostumbrado ademán de bajar el brazo en cada oportunidad en la que le hubiera correspondido editar su discurso con una coma.

Hice un esfuerzo y contuve el llanto.

Le tomé la mano con la que hasta hace unos días me apuntaba después de terminar cada oración, respiré profundo, la miré a los ojos y le conté que Emilio había sido mi marido, mi compañero, que hacía algunos meses había muerto, que lo extrañaba, que al ponerlo como personaje en algún sentido lo había vuelto a la vida y, por último, que esa silla en la que ahora ella estaba sentada, era la silla que solía utilizar él.

—El abuelo Emilio.

—Sí.

—Ahora me gusta.

Me guardé una verdad, sin embargo.

Me pareció que no era momento para confesarle que, desde su prodigiosa irrupción en mi vida, cada día recuerdo un poco menos a Emilio y que, convertirlo en personaje, también constituía una suerte de argucia que me ayudaba a no olvidarlo del todo.

 

Después de aceptar que Emilio fuera su abuelo en la novela, L desapareció. Me dio el tiempo necesario para llorar a solas. Ni un minuto más. Justo cuando acababa de secarme las lágrimas con un repasador, volvió a la cocina.

No se sentó.

Ni en el piso ni en la silla.

Apoyada contra el marco de la puerta, me pidió que le escribiera otro capítulo, que era domingo, por favor, que tenía tiempo de sobra, que no tenía que trabajar, que ella iba a quedarse en la habitación, que no iba a molestarme mientras yo estuviera escribiendo.

Sonreí.

Un poco por la sorpresa del pedido y, otro poco, porque no sabía qué responderle.

Como no se movía de la puerta y no dejaba de mirarme a los ojos, le propuse un trato: le prometí que apenas después de pasar algunas notas atrasadas a mi cuaderno, me ponía a escribir el capítulo que quería, pero, a cambio, si lograba terminarlo, la invitaba a comer en un restaurante que había cerca de casa; que se lo entregaría recién cuando volviéramos, no antes, así lo podía leer mientras yo dormía la siesta; le expliqué que era domingo, precisamente mi día de descanso y que los domingos me encantaba dormir una buena siesta.

L aceptó el trato.

Y volvió a desaparecer.

Esta vez no lloré. Ya estoy terminando de escribir todo lo que ocurrió hasta este instante y, apenas ponga el punto final, cumpliré mi parte del acuerdo, me abocaré a la edición del capítulo de la novela que la niña me pidió.

 

Dos semanas son un montón de días. Siete más siete catorce. Exactamente catorce. Pero a mí no me parece que el tiempo sea una cuestión tan exacta. Por ejemplo, y sin necesidad de irme demasiado lejos desde ese sábado a la noche en que la tía María me devolvió a mi casa cansada de remar y de andar en tren y de llenar palanganas y de arrastrarlas desde un muelle hasta un charco lejano tapado de nenúfares y de cortar bulbos, sobre todo muy cansada de cortar bulbos y de escuchar hablar mal de los mosquitos, desde ese sábado repito hasta el miércoles siguiente, pasaron solamente cuatro días. Pero esos cuatro días fueron bastante más largos que los siete días que se sucedieron desde ese miércoles inmediatamente posterior a mi cansancio en el que llamó la tía por primera vez hasta el miércoles de la semana que siguió el miércoles de la segunda llamada telefónica de la tía. En la primera llamada la tía me pidió por favor que llenara mi mochila con las muñecas con las que ya no jugaba o con las pelotas viejas o con los pedazos de robots o de transformers que me quedaban o con cualquier otro elemento plástico que fuese capaz de flotar perpetuamente sobre un canal del Tigre que las dos conocíamos muy bien. Esos siete días en los que me ocupé de llenar la mochila, y después por las dudas, de que no alcanzara un par de bolsas de residuos más con cualquier elemento plástico, que suponía podía flotar a perpetuidad se pasaron muchísimo más ligero aunque fueran matemáticamente más días que los cuatro interminables días anteriores. Y eso no fue nada. Además de que los días se me pasaran mucho más rápido, la relación con mi mamá sufrió una transformación verdaderamente asombrosa. Impresionada por lo que ella consideraba unas increíbles ganas de poner orden en mi habitación, o quizás en mi vida, mamá no paraba de abrazarme y de acariciarme y de besarme y de pasarme la mano por la cabeza y de decirme que era la chica más buena del mundo, y otras varias exageraciones por el estilo. Entonces y rodeada de una irrefrenable pasión materna cuando sonó el teléfono, ese segundo miércoles a la tarde fui a atender alegremente. Sabía de antemano que se trataba de la tía María. Pero no sabía nada más que eso. Lo juro. En muy poco tiempo ya había aprendido que la tía seguramente sin proponérselo, si bien era una de las personas más enigmáticas que había conocido, al mismo tiempo parecía respetar escrupulosamente sus costumbres. Llegaba del fin del mundo los miércoles y también elegía los miércoles para llamarme por teléfono. No me disgustaba. Muy por el contrario me encantaba. Me parecía que sorprender a partir de ciertas costumbres era una cuestión bastante más complicada, que simplemente sorprender o tener ciertas costumbres.

Conseguí la soga.

Y yo los plásticos flotadores.

Te paso a buscar el sábado tempranito.

Chau.

Hasta el sábado.

En eso consistió toda la conversación. Yo ignoraba por completo para qué era que la tía había conseguido una soga y las ganas de saberlo sumada a la ausencia total de nuevos plásticos flotadores en mi habitación provocaron que esos últimos tres días fueran definitivamente más largos que los cuatro interminables días de espera iniciales, y desde luego, muchísimo más largos que la rápida semana que transcurrió entre las dos llamadas telefónicas de la tía. Pero bueno así es la vida, como repite mi abuelo Emilio, más o menos cada diez minutos.

 

Continúa la 10ma parte

Sábado 2 de noviembre