una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(4a parte)

Foto: marta toledo

Comimos. Después me tomé un descanso en la escritura. También un café. La nena sigue leyendo en el piso, cerca de la mesa. Hace un rato le ofrecí acompañarla hasta la habitación, le expliqué que era muy tarde, que ya era hora de irse a dormir. Pero no me contestó. Y yo me muero del sueño. No obstante, acá estoy, es imprescindible que escriba en detalle todo lo que pasó.

  La comida.

  Preparé lo que encontré, unos espaguetis con una salsa roja.

  Tuve que pedirle varias veces que se sentara a comer, le expliqué que se iban a enfriar los fideos, que no le iban a gustar fríos. Al cuarto o quinto pedido, no sé, recién cerró La isla del tesoro y vino a la mesa. Me sorprendió lo bien que utiliza el tenedor, pensé que no tenía idea, que comía con las manos. Pero no. De ningún modo. Se comportó muy correctamente.

  Otro asunto de interés fue la charla que mantuvimos mientras comíamos.

  No sabía de qué hablarle. Entonces, fui por lo más fácil, le conté que los piratas realmente habían existido, que eran bandas de hombres muy rudos, muchas veces mantenidas por los gobiernos de algunos países, pero que iban a la suya, robando y saqueando todo lo que encontraban a su paso en los mares y en los puertos, que a veces también incendiaban ciudades y, siempre, trataban muy mal a las mujeres.

  —Sí, eran malos.

  Me contestó.

  Noté en su respuesta que, luego del movimiento de arriba hacia abajo que había hecho con su brazo derecho después del Sí, se tomó algún segundo más de lo acostumbrado para separar la palabra que venía a continuación. Y que, enseguida de malos, y de apuntarme con su dedo índice, se había tomado todavía más tiempo para agregar: Aunque también buenos y volver a apuntarme con su dedo.

  Hablamos de piratas durante toda la cena.

  No mucho.

  Creo que no le gusta hablar.

  Sin embargo, lo poco que dice es de una profundidad que no se condice con sus siete años de edad. Cuando, por ejemplo, le pregunté por qué los piratas también eran buenos, me respondió que eran verdaderos amigos de sus amigos, que podían hasta dar la vida por ellos, y que, si traicionaban esa amistad, solo lo hacían por necesidad, nunca por gusto.

 

  Hace un rato, finalmente y después de insistirle un montón de veces, conseguí que L se fuera a dormir. Antes tuve que sacar la ropa de los bolsos y acomodarla en el armario vacío que hay en un rincón de la habitación. Ella dejó La isla del tesoro en el piso, se desvistió, buscó en la pila del armario su pijama, se lo puso y se metió en la cama.

  Entonces me acerqué.

  La tapé y quise darle un beso.

  Pero no me dejó. Dio vuelta la cara desde algo parecido al asco. Tampoco dijo nada.

  Ya es muy tarde y estoy cansadísima.

  Prefiero no elucubrar al respecto de la frialdad de nuestra despedida. No creo que vaya a hacerme bien. ¿Tendría que haberla hecho bañar antes de acostarse?

 

  L todavía duerme. Y yo ya voy por la tercera taza de café con leche. No paraba de dar vueltas en la cama, lo mejor que podía hacer era levantarme, no sabía a qué hora ella iba a despertarse. Por no saber, tampoco sé si anoche tendría que haberla hecho bañar o a qué hora debería despertarla.

  No sé nada de la nena.

  Ni de ella ni de ninguna otra.

  Por más que lo intentamos y lo intentamos, con Emilio no pudimos tener hijos. Probamos todo lo que nos recomendaron, pero no tuvimos suerte. Y él se negó a adoptar.

  Yo quería.

  Sin embargo, no pude convencerlo.

  Aunque es imposible volver el tiempo atrás. Mejor me enfoco en el problema que tengo hoy, no en los que tuve hace una eternidad.

  ¿Cómo puedo entretener a la niña?

  No sé.

  En verdad, no lo sé.

  Pasa en el Quijote que cuando el resto de los personajes necesitan tramar algo sin que el caballero se entere, el narrador lo manda a dormir. Antes, claro, por lo general ha recibido una golpiza. L, quien será la protagonista de mi vida durante este sábado, está durmiendo. Por suerte no ha recibido ninguna golpiza. No obstante, a pesar de que duerma, lo cierto es que después de tres cafés con leche, no he podido tramar absolutamente nada respecto de nuestro futuro en común.

  No tengo idea de lo que podemos hacer juntas.

  Tendríamos que haber adoptado, Emilio. Estoy muy nerviosa. No tengo ninguna experiencia respecto de vivir un día entero con una niña.

  Veremos cómo me las arreglo.

  Voy a ir a despertarla ya mismo.

  Necesito saber cómo está, cómo durmió, qué le gustaría hacer. Estoy harta de tanto café y de tanto recuerdo.

 

  Sorpresa. No dormía. Leía. Sentada sobre la cama con sus piernas en cruz. Le di los buenos días, me acerqué con ganas de abrazarla, pero no pude, el elocuente gesto de molestia que hizo me persuadió de no intentarlo. A continuación, le avisé que iba a prepararle todo para el baño, que tenía que bañarse, que eso la despertaría.

  No me contestó.

  Ni siquiera me miró.

  Tuve que insistirle, asegurarle que cuando una está limpia es más fácil la lectura. Recién ahí pareció escucharme. Entonces le pedí que mientras yo preparaba el baño, ella eligiera la ropa que iba a ponerse. Por supuesto, cuando volví a la habitación no había elegido nada. Seguía intacta en su lectura. Busqué un pantalón, una remera y una bombachita, la tomé de un brazo como había hecho su madre en la consulta y la llevé hasta el baño.

  Ahí está ahora.

  Y yo acá, en la cocina, con un cuarto café ya sin leche.

  Preocupada.

  O desolada, mejor.

  ¿Cómo fue que se me ocurrió que podía pasar todo un fin de semana con L?

 

  Recuerdo que bien al inicio de la otra gran novela de Stevenson, Enfield le cuenta a Utterson que en esa esquina por la que están pasando vio a un hombre pisotear a una niña, que fue una escena horrible y que el hombre, para que los familiares de la criatura no lo denunciaran, les firmó un cheque por cien libras. 

  Es el comienzo.

  Luego, con el correr de las páginas, el asunto se pone bastante peor.

  La vieja historia de los buenos y de los malos, pero en esta oportunidad conviviendo en la misma persona. Una pócima es aquello que logra hacer aflorar lo malo escondido dentro del bueno de Jekyll. Aunque después, promediando el texto, Hyde ya aparece cuando se le ocurre, sin necesidad de ningún estimulante.

  Ahora es de noche.

  Tarde, muy tarde.

  L duerme. Y si bien es cierto que tomé varias tazas de café con leche durante la mañana, no me parece que el café o la leche sean brebajes que puedan provocar una escisión tan marcada en la personalidad de nadie. Me hago cargo: el problema es todo mío.

  No pisoteé a la nena.

  De ninguna manera.

  Pero a lo largo del día pasé por estados de ánimo sumamente complejos. Incluso pensé en el cheque de cien libras, con el que podría haber solucionado el asunto pagándole las visitas a la madre de L; quiero decir que no había ninguna necesidad de traer a la niña a mi casa, que un sábado es un tiempo infinito y que todavía me queda la eternidad del domingo por delante.

  Muchas cosas más, pensé.

  Sin embargo, no voy a escribirlas.

  De escribirlas, tendría que titularlas El extraño caso de la doctora Paula y la señora Hyde.

 

  Me desperté más tranquila. Llegó el domingo. Solo me queda el día de hoy, mañana L volverá con su madre y yo a mi vida habitual.

  Aleluya.

  La tranquilidad me ha hecho bien. Estoy decidida a no pelear con la niña. No le pediré en vano ir a pasear o mirar una película o jugar a las cartas. No. Al fin y al cabo, la idea de traerla tenía que ver con descubrir el modo en que podía ayudarla. Y eso es lo que haré. No combatiré sus deseos. O su único deseo, mejor. Tampoco le exigiré que se bañe. La dejaré a su aire. Y veré qué puedo hacer dentro de su propio territorio.

  Ya debe estar despierta.

  Leyendo con sus piernas en cruz sobre la cama o sobre el piso de la habitación.

  Algo se me va a ocurrir.

 

  Mucho no se me ocurrió. Solo acompañarla. En efecto, la encontré en el piso de su habitación leyendo. Entonces fui a buscar mi Quijote y me senté a leer a su lado con las piernas en cruz. Lo que me duelen ahora, no tengo edad para semejante postura. Todavía, después de un rato, me siento algo chueca.

  Al dejarla, le avisé que iba a la cocina a preparar el almuerzo.

  Pero no sé si me escuchó.

  Aun no empecé a cocinar. Antes necesito descansar las piernas sentada sobre una silla. También necesito de algún tiempo para preguntarme si tiene sentido escribir todo lo que escribo respecto del caso. ¿Estoy tratando a L como si fuera un caso? O el caso soy yo misma, una mujer que a los casi sesenta años intenta ser madre. Una mujer que pretende ser lo que nunca fue.

  Mejor preparo las milanesas.

  No cambió nada después de comer. Sentadas en la habitación, sobre el piso con nuestras piernas en cruz, L leía una edición bastante estropeada de La vuelta al mundo en ochenta días y yo mi Quijote.

  No cambió nada hasta que cambió todo.

  De repente, se me ocurrió que podía intentar leerle en voz alta. Lo que estaba a punto de leer me parecía ideal para una niña de siete años de edad. Se trataba del capítulo XX de la primera parte, justo después de que Sancho encante las patas de Rocinante y don Quijote le dé una clase magistral y precisa acerca de las diferencias que existen entre una narración oral y una escrita.

  Le pregunté si quería que lo hiciera.

  No me respondió, solo se limitó a cerrar la novela de Verne y mirarme.

  Entonces leí lentamente:

 —¿Qué rumor es ese, Sancho?

 —No sé, señor –respondió él–. Alguna cosa nueva debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.

  Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y apenas hubieron llegado cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos y, con tono algo gangoso, dijo:

  —Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.

  —Sí tengo –respondió Sancho–; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?

  —En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar –respondió don Quijote.

  —Bien podrá ser –dijo Sancho–; mas yo no tengo la culpa sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.

  —Retírate tres o cuatro allá, amigo –dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)–, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.

  —Apostaré –replicó Sancho– que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.

  —Peor es meneallo, amigo Sancho –respondió don Quijote.

  —¿El señor se hizo caca encima?

  —Sí.

  —¿En un libro?

  —Sí.

  —Me gusta.

Pero la cosa no terminó ahí. Inmediatamente a continuación, L abrió su libro y empezó a leerme en voz alta:

  —¿El señor va a viajar? –preguntó. 

  —Sí –respondió Phileas Fogg–. Vamos a dar la vuelta al mundo.

  Picaporte, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

  —¡La vuelta al mundo! –dijo entre dientes.

  —En ochenta días –respondió míster Fogg–. No tenemos un momento que perder.

  —¿Y el equipaje? –dijo Picaporte, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda y viceversa.

  —No hay equipaje. Solo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias, y lo mismo para vos. Ya compraremos en el camino.

 Eso no fue nada. Lo significativo ocurrió después. La nena cerró la novela y me preguntó para qué alguien querría dar la vuelta al mundo. Por una apuesta y, sobre todo, para conocerlo, le respondí. L se quedó unos segundos callada y luego sentenció que no veía la necesidad, que alcanzaba y sobraba con leer el libro.

Me animé a discutirle.

Valía la pena. 

Era el diálogo más largo y más interesante que habíamos tenido. Entonces le dije que, salvo los cuadernos de bitácora de algunos marinos o los diarios de conquistadores y aventureros, antes de la novela de Verne no había libros que contaran de un modo elegante y divertido lo que una podía encontrarse en otros lugares, que era lindo viajar, que nos daba otra perspectiva, que nos enriquecía enormemente y que La vuelta al mundo en ochenta días era una ficción producto de la imaginación del autor, que mejor, siempre, resultaba descubrir el mundo con nuestros propios ojos.

  —No veo la necesidad.

  La respuesta de L fue terminante.

  Definitiva.

  Y no supe cómo contradecirla. Me desarmó por completo.

 

Continúa la 5a parte

sábado 28 de septiembre