una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(8va parte)

Foto: marta toledo

Doblamos a la izquierda por un canal Porque, aunque lo parezca, no es lo mismo un riacho que un canal Un riacho es un río flaco, pero río, al fin y al cabo, me explicaba la tía, es decir un escurrir natural del agua desde la selva o desde la montaña hasta el mar Los canales, en cambio, son obra del hombre 

De ahí que sean rectos

Claro

Me informó la tía y yo acepté imaginando que, si bien eran mucho más lindas las curvas de los ríos o de los riachos que la exacta rectitud de los canales, no se le podía pedir a ese montón de señores que seguramente habían cavado semejante canal, que además de hacerlo encima le hubieran dibujado curvas para que a mí me gustara un poco más No De ninguna manera Por eso preferí humildemente cambiar de tema y, como no sabía qué decir, se me ocurrió que lo mejor era señalarle a la tía una hilera de pinos verde claro que parecían gigantescos árboles de navidad pero sin guirnaldas

Son pinos calvos

Pero no son pelados

Me quejé en voz alta

No, querida Se llaman así porque en invierno se quedan sin hojas Son los únicos pinos no perennes

La que contestó a mi queja fue una voz que venía desde debajo de esos mismos pinos. Y como no sabía cómo responderle a una voz que me decía querida y que venía desde debajo de una hilera de pinos calvos, sólo se me ocurrió decir

Linda palabra

¿Cuál?

Me preguntó la voz y esta vez sí pude encontrar su origen sentado sobre un tronco caído justo debajo del más alto de los pinos

Perennes

Hola

Intervino la tía desde popa con bastante más corrección que yo

Hola, hija

Estaba intentando contarle a L que perenne quiere decir que dura para siempre Que es perpetua Y que perpetuidad no es lo mismo que eternidad La eternidad es una cuestión que tiene que ver con los dioses, no con los árboles Perpetua también es el nombre de una flor que se mantiene intacta después de cortarla Aunque se la puede cortar, claro, porque ni es eterna ni es ningún dios Y, si la dejamos en la planta, ni siquiera es perpetua la pobre Pero bájense Deben estar un poco cansadas de remar

Feliz de encontrarnos con la abuela tan lejos de su casa, aceptamos la invitación a los gritos Arrimamos la canoa hasta el muelle, la atamos, acomodamos los remos y bajamos Entonces descubrimos una bonita casa detrás de la hilera perenne de pinos y al abuelo cortando el pasto y casi un bosque rodeando la casa y una sonrisa enorme en la cara de la abuela que estaba sentada debajo de los pinos que costeaban el canal y otra sonrisa igual de enorme en el abuelo que cortaba el pasto

Abela Guerrico me odiaría si supiera la manera brutal en la que estoy modificándole su novela. Claro que, por supuesto, la pobre señora jamás va a enterarse.

Editar.

Estoy convencida de que la edición está en el origen del problema que padece L. Y también constituye la única posibilidad que he imaginado para resolverlo. Pero de eso escribiré otro día. O quizá lo haré nunca. Ahora mismo solo necesito dormir, editar es una tarea agotadora.

Apenas terminamos de desayunar, L me pidió el capítulo diario de la novela. Se lo entregué, ella lo guardó dentro de la carpeta de cartulina y salimos. Esta vez no caminamos hacia el consultorio. Esperamos un taxi tomadas de la mano.

La nena parecía muy tranquila.

Yo no.

El asunto de editar una novela tan tarde en la noche y tan cansada, me hacía ruido. Si bien había logrado lo que L deseaba, la abuela había vuelto a escena explicando la perennidad de los pinos calvos, su aparición resultaba muy forzada. ¿Cómo era que la niña nunca había ido a la casa que su abuela tenía en el delta? ¿Cómo es que la tía no le había comentado que irían a visitarla? ¿Cómo su madre jamás le había contado que la abuela tenía una casa allí?

¿L descubriría todas esas inconsistencias?

¿Le importarían?

Y, lo más importante: si descubría las falencias, ¿querría continuar leyéndola? Porque, por supuesto, si L decidía que la novela ya no le interesaba, en ese mismo instante la solución que había imaginado para su problema dejaría de tener sentido. ¿Tendré que contarle en algún momento mi mentira original? ¿Confesarle que nunca, que jamás, escribí una novela?

Era sábado.

No tenía que trabajar.

Quería sorprenderla y sorprenderme. Olvidarme de pensar todo el tiempo en la edición de una novela infantil. Por eso fuimos en un taxi hasta Retiro. Allí nos subimos a un tren que nos llevó hasta el Tigre y luego nos trepamos a una lancha colectiva para recorrer el delta.

Casi no hablamos durante el viaje en tren. La niña leía el nuevo capítulo que le había entregado y a mí me carcomían las dudas. Los nervios me estaban matando.

Preferí no molestarla.

Calmarme.

Más tranquila, quizás encontrara la manera de que en próximas entregas la historia no perdiera credibilidad a los ojos de L. Y no solo eso. El siguiente capítulo sería fundamental por otra razón, además del novedoso protagonismo de la abuela que tendría que inventar, ya era hora de introducir uno de los mayores cambios que había decidido para la edición del texto. De que lo hiciera correctamente, dependería en gran medida el éxito o el fracaso de mi plan.

Pero no.

No pude calmarme.

En mi cabeza se mezclaban vertiginosamente un montón de asuntos. La abuela, la futura ausencia de comas y el amor.

O el amor y sus consecuencias, mejor.

A partir de que le pasé las páginas impresas del segundo o tercer capítulo de la novela de Guerrico, no lo recuerdo con exactitud, la nena solo quiere leer esas páginas. Dejaron de importarle los demás libros. Lee y relee esas hojas. Una y otra vez. En algún sentido, la ausencia del amor en sus alrededores estaba en el origen de la relación de L con la lectura. Sola, sin nadie que la amara, sin nadie que le hablara, la nena se había volcado hacia los libros. No le había quedado otra opción. Esa había constituido su manera de sobrevivir. Y la lectura de las páginas que yo le entregaba por las mañanas, se habían convertido en una suerte de materialización de nuestra relación. La presencia manifiesta de nuestro mutuo amor.

Las estaciones pasaban, una tras otra, a través de la ventana del tren. 

Y como una cosa suele traer otra desde algún cajón olvidado e íntimo, también, en esta oportunidad, me ocurrió a mí.

Volver a la escena de L encerrada dentro del depósito bibliotecario, me llevó a la imagen de la aldeana Aldonza Lorenzo disfrazada de la bella e inalcanzable Dulcinea en la mente de don Quijote. Una figura algo grotesca, algo absurda. O una brutal y explícita definición de la necesidad humana del amor. La soledad amorosa, en el caso de L y en el caso de Quijada o Quesada, es la condición que los lleva a leer. Al hidalgo lo desquicia hasta convertirlo en don Quijote. A L le permite sobrevivir, pero, al mismo tiempo, la obliga a relacionarse de manera muy escasa con los demás y editando su oralidad.

L, por fortuna, no se vuelve loca.

Solamente edita sus parlamentos como si viviera dentro de cualquier novela.

Por eso, sospecho, ahora necesita tanto de un libro propio que la saque para siempre de los demás libros y le permita habitar desde alguna naturalidad el mundo del afuera. ¿No es acaso aquello que también le ocurrió a aquel pobre hidalgo de pueblo?

L es un poco el Quijote.

Aunque, claro, ni Abela Guerrico ni yo somos Cervantes.

Ni siquiera somos Benengeli.

Por no ser, tampoco, a esta altura de los acontecimientos, soy su terapeuta. Apenas si empiezo a ser una abuela que ama a su nieta y que está dispuesta a hacer lo que tenga que hacer por recuperarla para la vida en sociedad. Me parezco bastante más, en varios sentidos, al ama de llaves o a la sobrina de aquel noble caballero.

Algunos apuntes más sobre el viaje.

Durante el trayecto en tren, creo que ya lo escribí, L no sacó los ojos de la novela. No le interesaba en lo más mínimo observar el afuera a través de la ventana del vagón. A tal punto estaba abstraída en la lectura, que tuve que avisarle un par de veces que habíamos llegado, que teníamos que bajar y cruzar caminando hasta el puerto para tomar la lancha colectiva.

Luego, en la lancha, todo cambió.

Cerró la carpeta y se sentó con las piernas en cruz mirando hacia el río.

Me señaló cada canoa que pasaba cerca de la lancha y, en un momento, también me mostró una hilera de pinos calvos. Como en el caso de la luna, evidentemente a la niña, al igual que le ocurre a don Quijote, le importaba reconocer en el mundo aquello que primero había leído en los libros. 

Bajamos de la lancha en un recreo.

En una de las orillas del río Espera.

Compramos una botella de agua, sánguches, un par de alfajores y nos sentamos a almorzar debajo de una casuarina.

⸺Escribís lindo, abuela.

Me dijo cuando ya estábamos terminando de comer los alfajores.

Feliz, le agradecí pensando en lo contenta que estaría la señora Guerrico si se enterara de que a una nena tan lectora le gustaba su novela. Claro que la felicidad siempre es escasa. Apenas terminó con su alfajor, agregó que escribía lindo, aunque de una manera muy extraña.

No quise indagar.

Si fuese su terapeuta tendría que haberlo hecho. Pero solo soy su abuela y la tarea de las abuelas no pasa por preguntar, pasa por acompañar alegremente el crecimiento y el desarrollo de sus nietas.

No sé.

Tampoco estoy segura de lo que acabo de anotar. En realidad, creo que si no indagué en las rarezas que encontraba la niña en la escritura de la novela, se trató, básicamente, de que me dio algo de temor imaginar hasta dónde podía llegar la conversación. Las abuelas, me parece, también deben saber cuándo callar.

Por la noche, ya de vuelta en casa, volví a pedir una pizza. Vivo cansada, me cuesta cocinar. Me cuesta casi todo, en verdad. Y al rato, cuando llegó el muchacho con el pedido, L quiso ir a cenar a la terraza.

Fuimos.

Comimos en silencio.

Aunque se la notaba muy inquieta. No dejaba de moverse sin quitar los ojos de la luna. Como la noche anterior no habíamos subido, pensé que su inquietud provenía de lo mucho que había menguado o de algo que había ocurrido durante el viaje que habíamos hecho al delta. Entonces le pregunté si le daba miedo la decreciente luminosidad de nuestro satélite. Pero no. Me confesó que no se trataba de eso, que su inquietud tenía que ver con la dificultad de conseguir un par de linternas lo suficientemente potentes como para no perderse en el momento que la nave descendiera sobre la zona oscura de la luna.

Su respuesta me hizo reír.

Claro que mi risa no le gustó nada.

Me avisó, desde alguna vehemencia, que había que pensar hasta en los más mínimos detalles, que olvidarse de algo importante podría significar el fracaso del viaje.

Aunque tenía ganas de otra carcajada, la reprimí. Y enseguida, desde la mayor seriedad que pude inventarme, le di la razón y le aseguré que esas potentes linternas existían y que sería bastante fácil conseguirlas en cualquier ferretería.

Inmediatamente dejó de moverse.

Y volvimos a la pizza.

Unos minutos más tarde, cuando bajábamos las escaleras, ella delante y yo detrás, se detuvo, se dio la vuelta, me miró a los ojos y me dijo que era muy hermoso tener una abuela que la llevara de viaje.

Traté de esconderlas, sin embargo, creo que vio cómo, por milésima vez, me llovían las lágrimas.

Después, nos quedamos en la cocina.

Fui a buscar mi cuaderno para escribir todo lo que llevo escrito y ella, del otro lado de la mesa, sentada en la silla de Emilio, no ha dejado ni un instante de leer y releer la novela de Abela Guerrico.

 

Continúa la 9na parte
Sábado 26 de octubre