una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(12a parte)

Foto: MARTA TOLEDO

Como el capítulo era muy corto, cuando llegamos al consultorio le pedí a Carla que otra vez le inventara a la niña alguna tarea y, si le quedaba algún tiempo libre, que por favor se acercara hasta la biblioteca a devolver la novela de Guerrico, que ya no iba a necesitarla. Le di esas órdenes y desaparecí de la escena con la excusa de que necesitaba relajarme antes de la llegada del primer paciente, aunque, en realidad, me ponía muy nerviosa observar cómo L, sentada en el piso con las piernas en cruz, leía y releía la única página que le había entregado luego del desayuno.

Pero el primer paciente nunca llegó.

Entonces mi secretaria golpeó a la puerta y me avisó que iba a aprovechar ese rato para ir hasta la biblioteca a devolver el libro.

Tuve que salir para hacerme cargo del cuidado de la niña. La encontré como la había dejado, sentada, con la carpeta abierta y leyendo. Busqué unas hojas en blanco, unos marcadores y le pedí que siguiera decorando con sus dibujos las paredes de la sala de espera. No se me ocurrió nada mejor.

La niña no se enojó.

Contenta, se levantó del piso, tomó las hojas y los marcadores, las dejó sobre el escritorio de Carla, acercó una silla y se puso a dibujar.

Me quedé mirándola mientras dibujaba.

Hizo algo parecido a una lancha colectiva y, desde una de las ventanas, una mano enorme saludando. Una mano bastante más grande que la propia embarcación. Le pregunté si la que saludaba era L y me respondió que sí, que era L, muy feliz de ir a pasar catorce días al delta con su abuela.

Casi me derrito de la emoción.

Evidentemente, me había equivocado y la niña sabía distinguir perfectamente la diferencia entre realidad y ficción.

La abracé y todavía seguiría abrazándola si no fuera porque justo en ese momento volvió mi secretaria y me hizo la seña de que tenía algo importante para comunicarme. Así que tuve que separarme de L con algún esfuerzo y acercarme hasta el rincón en donde Carla me esperaba. Cuando llegué, y en voz muy baja, me informó que la chica de la biblioteca le había dicho que sus superiores acababan de avisarle que terminaba su suplencia, que las vacaciones de Paloma concluían el próximo lunes.

Es miércoles. Y el lunes que viene vuelve Paloma de sus vacaciones de madre. Faltan menos de cinco días. No me queda casi nada de tiempo para los cambios importantes que todavía me restan hacer en la edición de la novela. Y encima no es que tenga que copiarla, debo escribirla. Bajo estas desgraciadas circunstancias, resulta bastante lógico que me sienta sobrepasada por la situación, que no haya tenido ganas de cocinar y que en el camino hacia casa pensara en otra pizza para la cena. Pero no. La nena me recordó que el domingo habíamos dejado en el freezer algunas milanesas napolitanas que no habíamos comido. Así que solo tuve que calentarlas en el microondas y preparar una ensalada.

Vértigo.

Es la palabra que se me ocurre para definir mi estado de ánimo actual.

Seguramente, algo de eso debe haber percibido L. No me pidió ir a la luna y, enseguida de terminar con la cena, me dio un beso y me avisó desde la lentitud de siempre que se iba a leer a la cama, que estaba cansada, que me dejaba sola así podía escribir tranquila el capítulo siguiente de la novela.

Ya sola en la cocina.

A lo único que atiné fue a llorar.

Hacía algunos días que no lo hacía y se ve que lo necesitaba. Motivos me sobraban. Sin embargo, ahora que ya estoy más calmada y escribiendo lo que ocurrió durante el día para alargar el momento en el cual tendré que ponerme sí o sí a escribir la novela, no recuerdo en qué pensaba mientras lagrimeaba.

No recuerdo ninguna imagen.

Únicamente recuerdo las ganas o la necesidad de llorar.

ElViajeAlDeltaConMamáFueParecidoPeroTambiénDistintoALosViajesQueAntesHabíaHechoConLaTíaParecidoPorqueFuimosEnTrenDistintoPorqueSentarseJuntoAUnaVentanaDeLaRuidosaLanchaColectivaNoEsLoMismoQueRemarEnUnaCanoaLaAbuelaNosEsperabaConSuEspecialidadLasMilanesasNapolitanasEstabaFelizMeAbrazabaYMeDabaBesosACadaRatoAlAbueloTambiénSeLoNotabaContentoPeroEsMásSerioQueLaAbuelaHablaPocoPeroMiraMuchoQuieroDecirQueEstáPendienteDeLoQueOcurreASuAlrededorNoSeLeEscapaNadaLoCiertoEsQueComimosLasMilanesasYMamáAvisóQueDebíaIrseQueTeníaMuchasCosasQueHacerEnBuenosAiresQueVolveríaABuscarmeEnDosSemanasQueMePortaraBienQueLesHicieraCasoALosAbuelosQueCuidadoConElRíoQueNoAnduvieraSolaPorAhíYQueEtcéterasYEtcéterasCuandoTerminóConSusRecomendacionesLaAcompañamosHastaElMuelleEnseguidaPasóLaLanchaColectivaYPorSuerteSeLaLlevóTodavíaSeVeíaLaLanchaYAMiMamáSaludandoCuandoLaAbuelaPaulaMeDijoAlOído

ConElAbueloEstamosConstruyendoAlgoMuyEspecialMañanaTeLoMuestroPorFavorSiTuMadreLlamaPorTeléfonoNiSeTeOcurraContarleVaASerUnSecretoEntreNosotrosTres

NoSeMeVaAOcurrirContarleAbuela

Otra noche larguísima. Interminable. Me dormía y al rato despertaba sobresaltada. Muchas dudas sobre lo que iba a hacer en el capítulo. Hasta acá, había conseguido que, poco a poco, L fuera olvidando paulatinamente los gestos que reproducían procedimientos de edición.  Ahora vendría lo más complicado. Y no me sobraba el tiempo, tenía que apurarme, su madre terminaba las vacaciones el lunes próximo y con toda seguridad se la llevaría.

Caminar hacia atrás es bastante más difícil que la inercia de dejarse llevar hacia adelante.

Por un lado, resultaba obvio que no podía volver hasta los romanos, ellos separaban las palabras con puntos y hacer eso no solucionaría nada, es más, obligaría a L a apuntarme con su dedo índice todo el tiempo. Incluso, a decir verdad, los muy prácticos señores romanos dejaron de puntuar entre palabras durante el primer siglo de nuestra era y se plegaron a la escritura continua, a la escritura sin espacios de los griegos, y así siguió el asunto en occidente hasta casi el final de la Edad Media. De cualquier manera, una exacta escritura continua me parecía un verdadero despropósito para una niña de siete años de edad. No había tantos griegos o romanos que supieran leer, por eso los escasos lectores constituían una suerte de privilegiados cantores e interpretadores. Ellos descubrían para los demás, en voz alta, dónde terminaba una palabra y dónde comenzaba la siguiente.

No podía exponer a L a semejante disquisición.

De ninguna manera.

La idea consistía en que comprendiera que en el habla no hay espacios ni signos, que no hay silencios ni blancos convencionales entre las palabras.

La solución, creo que es la solución, tampoco es que esté segura, la imaginé hace algunos días, por eso necesité ir preparando el texto para el ataque final: unir las palabras, pero dejar una mayúscula avisando que empieza la palabra siguiente.

No está mal.

Igual, me enteraré de cómo funcionó mi solución durante los días por venir.

Veremos.

Estoy contenta. Aunque no haya dormido casi nada.

Y mientras espero que venga L a desayunar, no entiendo cómo no se les ocurrió a los griegos lo que se me ocurrió a mí. Supongo que, en el fondo, no les interesaba demasiado que la mayoría de sus vecinos aprendieran a leer o, en su defecto, los interpretadores ejercían un poder tal sobre sus oyentes, que jamás les importó instruirlos.

No sé.

Solo lo sospecho mientras tomo una taza de café con leche tras otra. Muerta de sueño. Y también con algo o mucho de temor: ¿cómo recibirá L el texto?

Me decidí y llamé a Carla para solicitarle que cancelara todas las citas del día y las reprogramara para la semana que viene; tuve que explicarle que casi no había dormido, que se me partía la cabeza, que no me sentía para nada bien. Unos minutos antes, después de desayunar y mientras le entregaba el nuevo capítulo, le había avisado de mi decisión a L.

Dormí     mucho.

Me aconsejó la niña sin desplegar desde sus labios una corta línea horizontal y sin señalarme con su dedo índice al terminar la oración. Después, siempre aferrada a la carpeta de cartulina, me acompañó hasta la habitación, esperó a que entrara en la cama, me tapó hasta el cuello con la sábana, me acarició el pelo y se fue.

Aunque, a pesar de las ganas, tampoco pude dormirme enseguida.

Tardé.

Esta vez, el motivo del insomnio no era el capítulo griego o egipcio que había escrito para la niña. Se trataba del próximo lunes, de la vuelta de Paloma y del amor. Sobre todo, del amor.

¿Debía dejarla regresar con su madre, así como así?

¿Acaso podía oponerme?

Las personas nunca cambian tanto en un lapso tan corto. Pueden cambiar. De hecho, lo hacen. Pero necesitan bastante más de dos semanas para cualquier transformación profunda. Entonces, permitir que la niña se fuera el lunes, con sus enormes bolsos a cuestas, para que la encerraran otra vez en el depósito bibliotecario, constituiría un verdadero despropósito que no estaba dispuesta a aceptar.

¿O debía hacerlo?

Después de todo se trataba de su madre.

Yo era una perfecta nadie. Apenas la abuela sin papeles que la niña había elegido o la Paula de una novela infantil que se complicaba con cada nuevo capítulo o la terapeuta que un buen día había decidido llevarse a una joven paciente a pasar con ella un larguísimo fin de semana.

No podía dormirme.

Hasta que pude.

El milagro ocurrió cuando tomé súbita conciencia de que al principio del insomnio había asegurado para mis adentros, convencida, que las personas no podían cambiar tanto en solo dos semanas y eso, justamente, era aquello que había ocurrido con L y conmigo.

Despertate,     abuela,     tenés     que escribir el capítulo     siguiente.

No sé cuántas horas dormí. Pero fueron varias, de eso estoy segura. Tampoco sé si en esta oportunidad L me acarició el pelo. Lo que finalmente hizo que abriera los ojos fueron unos suaves zarandeos de mi brazo derecho y aquello que me pidió tan cerca del oído.

Bueno, bueno, ya voy, las escritoras no somos máquinas, también necesitamos descansar.

Le contesté inventándome una sonrisa.

Recién al rato, mientras tomaba en la cocina el primero de demasiados cafés, me di cuenta del portento que acababa de ocurrir. Oír no es lo mismo que escuchar. Dormida como estaba, no había escuchado a la nena, apenas si la había oído. Las palabras Despertate, abuela, tenés habían sido dichas desde la morosidad habitual, en cambio que escribir el capítulo le salió de un tirón, sin ningún descanso entre palabras. Y aunque necesitó de unos segundos para terminar la oración en siguiente, resultaba bastante obvio que el texto griego empezaba a funcionar.

Feliz, me largué a llorar.

Soy una incontinente lagrimal compulsiva.

O un desastre emocional, mejor.

Aunque también tengo alguna virtud. Por ejemplo, puedo aceptar mis errores y reconocer con facilidad que me equivoco cuando me equivoco: las personas pueden realizar cambios profundos en solo dos semanas.

Ya está.

Secadas que fueron las lágrimas, reconocido que fue el error y habiendo dejado expresa constancia de lo ocurrido durante el día y hasta este preciso instante, ahora me abocaré a escribir el capítulo que L me reclama. Ojalá los dioses egipcios y griegos me asistan.

AlOtroDíaMientrasDesayunábamosLaAbuelaPaulaMeContóQueElAbueloSeHabíaIdoMuyTempranoAlContinenteAComprarUnParDeCosasQueFaltabanParaConcluirConElProyectoQueTeníanEnMenteYDelQueQueríanQueYoFormaraParteQueSeTratabaDeAlgoMuyAmbiciosoLaIlusiónDeTodaUnaVidaQueYaEstabanMuyGrandesQueSeríaAhoraOSeríaNunca

ApenasTerminemosElDesayunoTeLoMuestroEstáEscondidoEnMedioDelMonte

MeAvisóLaAbuelaYYoApuréTodoLoQuePudeLosMordisconesALaTostadaYMeToméDeUnSorboLoQueQuedabaDeLecheTibiaEnLaTaza

Vamos

LeDijeYDeInmediatoMePuseDePieLaAbuelaSonrióContentaAlVerMisGanasSeLevantóDeLaSillaBajamosLaEscaleraCruzamosElParqueYDeLaManoEsquivandoRamasYEspinasNosInternamosEnElMonte

AhíEstá

HabíamosLlegadoALaÚnicaRegiónDelMonteVacíaDeÁrbolesYUnoDeSusDedosÍndicesSeñalabaHaciaDondeSeHallabaLaCarcazaDeUnViejoLanchónDeMadera

AhíEstá

RepitióPaulaJustoCuandoEscuchamosQueElAbueloEmilioNosBuscabaALosGritosPorElParque

Tuve que interrumpir la escritura de la novela con la ayuda de los gritos de Emilio. No sabía hacia dónde estaba yendo la historia. No tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Por eso el grito salvador del abuelo o, si se quiere, la necesidad de detener el capítulo con cualquier excusa antes de cometer algún error que luego resultara imposible de salvar. Pero algo ocurrió mientras transcribía la única página al cuaderno. Por fortuna, algo ocurrió. De repente, me vino a la memoria la aventura de Clavileño el Alígero.

El Quijote.

Siempre.

Tengo tiempo. Acabo de entregarle la hoja impresa a la niña y ahora mismo me voy a tomar el tiempo que sea necesario para releer atentamente esa parte del libro de Cervantes: no se me ocurre una mejor solución para la inverosímil construcción de una nave espacial que pueda despegar desde el delta del río Paraná y viajar hasta la luna.

 

Continúa la 13a parte
Sábado 23 de noviembre