una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso 14-12-2024

(16a parte)

Foto: MARTA TOLEDO

Llamé a L apenas terminé de pasar al cuaderno el capítulo final de la novela. La niña todavía no había desayunado y además quería que me ayudara a preparar los panqueques. Le encantó la palabra. Panqueques, panqueques, repetía entre risas.

Busqué harina, huevos y leche.

Introduje los ingredientes en un tazón del otro lado de la mesa. Comencé a revolver. Le pedí que observara muy bien lo que hacía, que después de terminar de desayunar seguiría ella con la tarea. Le gustó la idea. Tanto que terminó la tostada en dos bocados y la leche de un solo trago.

Nos divertimos.

Y más, mucho más, a partir de que llené el primer cucharón con la mezcla y lo arrojé suavemente sobre la sartén después de echar unas gotas de aceite. Vino corriendo a mirar. 

—Panqueques, panqueques.

Cuando di vuelta el primero con la ayuda de un plato, la nena no podía con su alegría. Le pedí que me alcanzara algo para ir colocándolos uno encima del otro a medida que estuvieran listos. También le conté que Emilio no necesitaba de un plato para darles vuelta, que los hacía girar en el aire y lograba que cayeran justo del otro lado en el centro de la sartén.

Nunca tendría que habérselo dicho.

—Dale, probá.

Me pidió.

No le hice caso. Aunque, por supuesto, no paró de insistir. Entonces, cuando ya había hecho unos diez, le di el gusto. Separé un poco el panqueque con la ayuda de una espumadera, me persigné y lo hice volar a unos treinta o cuarenta centímetros de altura. Alcanzó a dar la vuelta, pero no cayó exactamente donde debía caer. Una mitad quedó colgada del borde de la sartén. La espumadera me ayudó otra vez. Conseguí que entrara. Sin embargo, salió arrugado y medio o del todo maltrecho.

—Es el que más me gusta.

Me aseguró.

A mí también me gustó, lo reconozco.

Supe disfrutar de la experiencia del vuelo. Así que la repetí con los que todavía faltaban. Y, la verdad sea dicha, con el correr de los panqueques el asunto mejoró bastante.

—Panqueques, panqueques.

En total salieron quince. Los suficientes para una torre altísima. Los guardamos un rato en la heladera para que se enfriaran y, mientras tanto, herví tres huevos, corté un par de tomates y lavé varias hojas de lechuga. Para los demás pisos de la torre, le expliqué a L, utilizaríamos el jamón y el queso que habían sobrado de cuando habíamos preparado las milanesas napolitanas. Y, entre cada panqueque, mayonesa para pegar bien la estructura.

—Entendido.

Y vaya si lo entendió.

Casi no me dejó colaborar en la lenta construcción de la torre. Feliz, no paraba de hablar. Siempre de corrido. Evidentemente, el tratamiento había dado resultado. Podría sufrir de algún retroceso, como le había ocurrido ayer en el restaurante, pero ya comprendía todo lo que se le decía y podía hablar sin editar sus palabras.

—Panqueques, panqueques.

Debemos esperar a que se enfríe del todo para comerla, le informé cuando cubrió de mayonesa el último panqueque, había dejado justo para el final el arrugado. Entonces se fue a la habitación, sospecho que otra vez a leer, y en algunos segundos, apenas termine con el recuento de lo sucedido, la llamaré a almorzar.

 

A L le fascinó la torre. Con cuidado le corté una porción. Por suerte no se desarmó. Y se la serví. Vertical. Para que pudiera descubrir en altura los diferentes colores de cada piso. De cualquier manera, le expliqué, debería tumbarla sobre su plato para comerla: no podría cortarla en pedazos si la mantenía en posición vertical.

Obviamente.

No me hizo caso.

Apoyó el cuchillo en la cima e intentó el corte. La torre se desparramó en triángulos. Incluso algún triángulo terminó fuera del plato, sobre la mesa. Pero no se enojó. Muy por el contrario, lanzó una carcajada y enseguida declaró algo de una sutileza casi imposible para su edad: es más fácil destruir una torre que construirla.

Me reí.

Creo que para no levantarme y correr hasta el otro lado de la mesa a abrazarla y besarla. Para no asfixiarla de cariño, creo que me reí.

Comimos.

Después guardé lo que quedó de la torre, ya teníamos lista la comida para la noche, había sobrado más de la mitad. Volví a la mesa y le propuse un trato. Le comenté que mientras ella estaba en su habitación, antes de desayunar y antes de los panqueques, yo había aprovechado para escribir el capítulo final de la novela, que podía entregárselo ya mismo o hacerlo en cualquier otro momento, que dependía de ella, que si lo quería ahora tendría que dejarme dormir la siesta en paz.

—Acepto el trato.

Le dije entre risas que no se apurara, que el capítulo final era el más largo de la novela, que me había costado mucho escribirlo, que imploraba reciprocidad.

⸺No entiendo.

⸺A capítulo larguísimo, siesta larguísima.

⸺Acepto.

Fui a imprimirle las hojas, se las pasé, de inmediato corrió a su habitación a leer y yo me quedé en la cocina escribiendo lo que había ocurrido. Así que. Pongo un punto acá mismo y me voy a cumplir estrictamente con mi parte del trato.

 

Hay que reconocer que ambas cumplimos a rajatabla con el acuerdo. L respetó mi sueño y yo dormí más de cuatro horas, la siesta más larga que recuerde. Me desperté tan confusa, tan atontada, que tuve que ducharme un buen rato para despabilar.

Después.

Fui a ver lo que hacía la niña en su habitación.

La encontré en el piso. Pero no sentada como siempre con sus piernas en cruz. No. En esta oportunidad estaba acostada. Aunque, por supuesto, con la carpeta de cartulina abierta, leyendo la novela. 

Me tiré a su lado.

Ella dejó de leer, torció su cabecita y de repente me encontré con unos ojos oscuros gigantes que me auscultaban a unos pocos centímetros de distancia. La profundidad y la dulzura de su mirada me desarmaron por completo. No sabía qué hacer ni qué decir. Supongo que lo mejor habría sido quedarme en silencio y disfrutar del momento. Pero no. Me ocurrió algo que suele ocurrirme en situaciones emocionalmente similares: desde algún rincón de mi cerebro recién duchado surgieron incontenibles un par de estúpidas preguntas.

—¿Cuándo aprendiste a leer?

—¿Cómo lo hiciste?

Por supuesto, la niña no me contestó.

Y yo, fiel a mi diversidad funcional amorosa, llené rápidamente el hueco vacío de respuestas contándole la historia de un niño que había nacido en la selva, sus padres habían muerto cuando era muy pequeño y había crecido solito entre los animales: elefantes, tigres, leones, jirafas y monos. Se llamaba Tarzán, le comenté. Aunque, por sus formas de comportarse, sin ropas que lo cubrieran, saltando de rama en rama, habitando en lo alto de los árboles y comunicándose con los animales a través de gritos, también se lo conocía en el mundo como el hombre mono.

Una tontería, mi cuento.

Enorme.

De la que me arrepentí al instante. Aunque ya era muy tarde para arrepentimientos. La niña, sin sacarme los ojos de encima, afirmó que no sabía ni cuándo ni cómo era que había aprendido a leer, que se había criado entre libros, que habría sido más divertido hacerlo entre los monos y los elefantes como Tarzán, aunque, quizá, con el paso del tiempo, sería famosa y el mundo la conocería como la mujer libro.

Dijo lo que dijo, lanzó una carcajada y, harta de mí, volvió su mirada hacia la carpeta abierta.

No me animé a aclararle que la historia que le había narrado nunca había sucedido, que solo se trataba de una mentira que había tenido mucho éxito en el pasado de los cines. Tampoco creo que habría hecho falta la aclaración, que no habría aportado nada, que L es demasiado inteligente, que hay preguntas que son improcedentes, que los aprendizajes nos suceden y resulta del todo imposible reconocer cuándo han comenzado o cómo es que acontecieron. ¿Acaso se les pregunta a los niños cómo han aprendido a jugar tal o cual juego? Sus padres jamás podrían enseñarles, no saben cómo se juegan. Quizá les enciendan la pantalla, esa sea su única guía. El resto lo hacen ellos por su cuenta. Paloma la encerró en el depósito bibliotecario. Y la olvidó allí. Lo demás es lo demás. Y no creo que necesite de una explicación.

La dejé con su carpeta.

Y me vine hasta la cocina.

Con una vergüenza infinita y muchas ganas de desaparecer por un rato entre el cuaderno y una taza de café. A veces la ducha no alcanza para despabilar.

 

L me pidió ir a cenar lo que quedaba de la torre de panqueques en la luna. Por supuesto, allá fuimos. Quizá fuera nuestra última noche juntas y quería aprovecharla al máximo.

—Hay luna nueva, no la vamos a encontrar.

Le informé apenas arribamos para que no la buscara en vano.

Entretenida como estaba desplegando el mantel, pareció no escucharme. Después colocamos el agua, los vasos, los platos y, en el mismísimo centro, la torre. Nos sentamos a los lados, corté dos porciones, las serví, la niña sonrió mientras repetía panqueques, panqueques y comenzamos a comer.

No hablamos.

En mi caso por la tristeza que me causaba que mañana fuera lunes. En el caso de ella, no lo sé. Solo sé que, abstraída, miraba la oscuridad del cielo sin dejar de masticar.

—El panqueque es como una luna llena y, cuando lo comemos, se convierte en luna nueva.

Dijo de repente.

Y yo me reí.

—No te rías, abuela. Seguro que allá arriba hay una Paula y una L que se comen la luna todos los meses. Tardan porque es demasiado grande.

Aunque, feliz, me moría de ganas de hacerlo, no volví a reírme. Además de que había dicho lo que había dicho de corrido, sin el menor vestigio de los problemas que le había causado la edición de los libros que leyó sentada en el piso del depósito bibliotecario, la mente de esa niña era un caso serio. Y hasta su cuerpo se había transformado en este par de semanas. Estaba mucho más delgada y su cuello se había afinado. Amaba su inteligencia, la amaba toda y no quería por nada del mundo que mañana me dejara para volver con Paloma.

—Allá está la luna.

Señaló con su dedo índice, con el mismo dedo con el que antes puntuaba, un sitio cualquiera en el cielo. Miré, pero, claro, no encontré nada.

—No la veo.

Le confesé.

—Tenés que querer verla. Como en la novela, abuela.

Me derretí entera.

Y, por supuesto, el derretimiento tomó la acostumbrada forma del llanto.

Me tiré sobre las baldosas frías. Rendida. Perdida de amor por esa nena. Pensando en la ternura con la que un par de veces me había llamado abuela. También se me cruzaban por la cabeza los últimos días de Emilio, don Quijote volviendo derrotado a su aldea y la novela arrebatada a la señora Abela Guerrico.

Ensimismada como estaba, no la escuché acercarse.

Solo me estremecí cuando sus manitos acomodaron un mechón de pelo que con las lágrimas me había quedado pegado cerca de la nariz.

Cómo me cuesta disfrutar.

En lugar de mentirle que tirada había descubierto la luna justo ahí en el lugar al que ella había apuntado, me senté y le pregunté si le había gustado el final de la novela.

—Me encantó. Mucho más que De la tierra a la luna.

—Por favor, contame por qué. Necesito saberlo.

Lo repito: soy una diversa funcional amorosa. Una perfecta incapaz de disfrutar el afecto de los demás, una perfecta incapaz de disfrutar todo lo disfrutable de la vida. ¿Qué necesidad tenía de saber por qué le había encantado la novela?

Escribo la pregunta y un par de lágrimas vuelven a escaparse de mis ojos.

Aunque en esta oportunidad me parece muy bien que se escapen. Fui una boba. Soy una boba. Pero, bueno, ahora mismo no voy a poder solucionarlo. Mejor me seco los ojos y vuelvo a lo ocurrido hace un rato en la terraza. Ante mi estúpida requisitoria, la buena de L hizo un esfuerzo y me explicó que le gustaba que los personajes se llamaran como nosotras, que se nos parecieran. También, y sobre todo, le encantaba que el viaje solo hubiera sido posible a partir de esconder la verdad detrás del amor.

Más o menos, eso fue lo que me dijo.

Con otras palabras, seguramente.

Si no alcanzo a transcribirlo con exactitud, no es que se trate de mala intención, se trata, cuándo no, de mi inapropiado hábito de llorar justo en el momento en que debería escuchar o abrazar.

Ya está.

Es hora de irme a dormir.

Mañana tengo que estar bien descansada. Puede que, después de la muerte de Emilio, sea el peor día de mi vida.

 

Finalmente llegó el lunes tan temido. Y no dormí casi nada. Sin embargo, me levanté de la cama convencida de algo: no voy a hacerle la devolución de L a Paloma. El arreglo fue para hace dos lunes, no para este. Si la quiere, tendrá que venir a buscarla. Y hablar largo y tendido conmigo, claro, antes de llevársela.

La maternidad biológica está sobrevalorada.

No sé.

Me parece.

Las abuelas por elección también tenemos nuestros derechos. Tendrá que prometerme montón de cambios en el trato que le dispensa a la niña para arrancármela.

La vigilaré, si hace falta.

Igual, ahora que lo pienso desde algún detenimiento, quizá Paloma, tan masculina ella, no retorne nunca de sus vacaciones. Esos enormes bolsos con los que me la entregó más su sonrisa irónica, hablan de cierta alevosa premeditación en su huida.

Si fuera de ese modo, mucho mejor.

¿Por qué no?

Ojalá que se produzca el milagro.

Y las tres felices.

Los antiguos griegos lo habrían escrito de forma continua y en mayúsculas.

Más o menos así:

ELAMORYLOSLIBROSCONSTITUYENUNAINAGOTABLEFÁBRICADEMILAGROS

 PAGE   \* MERGEFORMAT 2

 

FINAL